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Mostrando entradas de febrero, 2022

VENDETTA

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  VENDETTA (parte I) --- (1/4) Nuria Catòja   Lorano, cerca de Cosenza, Calabria. Año 2001. —Mamá, yo quiero morir de vieja —dijo la niña. La madre estaba cansada de escuchar día y noche las mismas cosas en calabrés y en italiano: «La sangre clama justicia. Il sangue grida giustizia ». «¡La sangre, la sangre…». —Yo quería mucho a Guido. Y Guido no era viejo. —La cría clavaba sus ojos verdes en el vacío. La mujer no sabía qué decir a su hija. La quería con todo su corazón, como un regalo que le hizo Dios cuando ya ella no tenía edad: con su cabello rubio, su piel clara y su carácter dulce. Estaba destrozada: hacía dos años habían asesinado a Martino, su marido. No lo entendía, simplemente no comprendía que las costumbres salvajes de aquellas gentes que vivían en Lorano justificasen tantas muertes, tanta sangre. Venganza, tras venganza; cadáver, tras cadáver. ¿Cómo iban a superar aquella espiral macabra? La mayoría de los crímenes eran ordenados por la omnipresente ‘N

Medio borracho

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    Medio borracho Estaba medio borracho. Bueno, no estaba borracho pero, como si lo estuviera. Todavía mejor: estaba en ese Nirvana donde uno no siente dolor, donde te das cuenta de que todo el mundo es bueno, de que quieres abrazar a las personas y de que el Universo es perfecto. Con algo de mareo, eso sí. Me desperté con algo de mareo. No me dolían las piernas, de modo que me armé de valor y reuní toda la fuerza que pude. Empecé a temblar. Estoy seguro de que me puse a sudar como un pollo. ¿Miedo? No, que va. No tenía un miedo cualquiera. Tenía pánico, pavor, horror… lo que se dice vulgarmente “me cagaba por la pata abajo”. Apreté los dientes. Y los puños. Miré al techo, a la lámpara y me di cuenta que a mi lado había otro tío tumbado. Agradecí que estuviera durmiendo porque, si aquello salí mal, me iba a echar a llorar. Sí. Seguro. Me iba a echar a llorar. Miré otra vez al techo, me encomendé a unos doscientos o trescientos santos. Y… lo intenté. ¡A la primera! Los dedos

La caza (Parte II DE 2)

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  La caza (parte II)  —Fue horrible, señor. Ya lo creo. Horrible. El guarda sujetó con fuerza su gorra, apretando la visera. Harris no apartaba su mirada de aquel hombre. —Vi cómo los salvajes lo  cazaron . A continuación contó cómo habían salido decenas de nativos desde la selva y cómo aquel hombre ya no pudo atravesar el río porque estaba herido. Tenía toda la ropa manchada de sangre y le gritó para explicarle que estaba allí para cazar de forma ilegal.  —Me pidió ayuda, pero yo no pude socorrerlo sin poner mi vida en serio peligro. El guarda ahora hablaba pausadamente. —De repente, uno de los aborígenes gritó. Aquello era una señal: lo acribillaron con sus flechas y terminaron arrastrando su cuerpo muerto entre la maleza. Como si fuera un animal. Si no cruzaron el agua, fue porque conocen bien que la  magia  de nuestros  palos de fuego  les impide pasar. Harris quedó pensativo unos instantes. —¡Pobre hombre! —dijo sin alterar su rostro. —A estas horas, señor, se lo estarán comiendo.

La caza (parte I)

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  La caza (parte I) El cazador se internó en aquella selva. La conocía como si fuera su propia casa. Había estado esperando la ocasión durante varias horas porque el paso del río estaba vigilado y, si no se atravesaba en aquel sitio, era necesario remontar la corriente o seguir el curso del agua una gran distancia antes de poder cruzar. No disponía de tanto tiempo: el cliente había sido muy tajante cuando le impuso las condiciones: la presa tenía que ser entregada viva antes de la puesta del sol. El cazador se imaginaba el porqué de tanta urgencia, pero no quería hacer caso a aquellas ideas: él solo era un empleado, un simple trabajador. No se consideraba la persona más adecuada para juzgar los planes del cliente y determinar si eran moralmente aceptables o no. «¿Moralidad?, ¡qué tontería! Lo que necesita uno es mucha faena» —se dijo. Después de haber cumplido decenas de encargos extravagantes, uno más carecía de importancia. Él era un profesional. El mejor. Por eso lo buscaban los hom

Doscientos muertos

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  Doscientos muertos   Había un perfecto silencio. Inmediatamente se pensó en la Resistencia porque aquello parecía un acto terrorista. —¿Todos han muerto? — Mis palabras tenían ecos metálicos al rebotar contra las paredes. —Sí, todos —me respondió el poli. Yo conocía a aquel agente; pero, como es lógico, no me dejaba entrar. No me quedaba más remedio que verlo todo desde el pasillo, sin pasar la cinta que acordonaba la escena. Había doscientos cadáveres. Y doscientas eran las plazas que tenía aquel comedor, el mío, el que había asignado el Cerebro Total. Nuestra sociedad, que era perfecta, nunca había pasado por aquello. Al menos, a los ciudadanos no nos habían informado de algo semejante. —¿Cómo ha podido suceder? —le dije. Yo miraba a un lado y otro, con los ojos muy abiertos, fijándome en los detalles de aquella masacre. Había muertos de todas las edades, de todos los rangos, con uniformes de todos los colores. El 2612 estaba siendo un año nefasto para el gobierno de la Comuna Mu

Despilfarrador y tacaño

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   Despilfarrador y tacaño   Nadie había tenido nunca la menor estima por Mr. Thomas. Cuando desapareció, solo lo echó de menos su hijo Marcus. Y, puesto que había una nota de suicidio, el juez determinó que se acortaran los plazos y que el único heredero, Marcus, se hiciera cargo temporalmente de la administración de todos los bienes, en espera de que apareciera el cuerpo del suicida: de la enorme hacienda, de las tierras y de las rentas que producían todas las propiedades (unas cincuenta mil libras anuales). Aunque Marcus no era el propietario real, ya usaba aquel dinero que un día sería suyo. Era asombroso, insólito, que no se encontrara el cuerpo, más aún, habiendo dejado Mr. Thomas una carta de despedida escrita sin duda por su mano y con su firma y rúbrica verificadas. Marcus, al contrario que su padre, era un joven alocado, juerguista e inclinado al despilfarro. Pero esta conducta principal tenía un carácter intermitente, puesto que había temporadas en que se encerraba en el