Doscientos muertos

 


Doscientos muertos
 
Había un perfecto silencio.

Inmediatamente se pensó en la Resistencia porque aquello parecía un acto terrorista.

—¿Todos han muerto? — Mis palabras tenían ecos metálicos al rebotar contra las paredes.

—Sí, todos —me respondió el poli.

Yo conocía a aquel agente; pero, como es lógico, no me dejaba entrar. No me quedaba más remedio que verlo todo desde el pasillo, sin pasar la cinta que acordonaba la escena.

Había doscientos cadáveres. Y doscientas eran las plazas que tenía aquel comedor, el mío, el que había asignado el Cerebro Total.

Nuestra sociedad, que era perfecta, nunca había pasado por aquello. Al menos, a los ciudadanos no nos habían informado de algo semejante.

—¿Cómo ha podido suceder? —le dije.

Yo miraba a un lado y otro, con los ojos muy abiertos, fijándome en los detalles de aquella masacre. Había muertos de todas las edades, de todos los rangos, con uniformes de todos los colores.

El 2612 estaba siendo un año nefasto para el gobierno de la Comuna Mundial. Los portavoces oficiales siempre decían que todo lo que sucedía eran actos de terrorismo y lo atribuían a la Resistencia: primero, la sequía; luego, aquellas bacterias  contra las que nada podían los antibióticos y que acabaron matando a tantos. Ahora, esto. Era terrible: en total, se contaban miles de muertos.

—Ha tenido que ser por el agua —me dijo—. Los investigadores ya la están examinando en profundidad. ¡Maldita agua! No puede ser otra cosa… —Tenía los ojos llorosos. Me imaginé que alguno de sus amigos estaba entre las víctimas.

—Pero, ¿todos han muerto? —Volví a preguntar.  

—Todos. Ante la Resistencia, estamos indefensos. Algo no ha funcionado bien, porque el agua se analiza antes de que llegue a los comedores. Hay decenas de controles. No puede contener ningún aditivo ni ningún microorganismo perjudicial; es pura, de manantial. Desde lo de las bacterias, se han duplicado las inspecciones.

En aquella época, el gobierno nos obligaba a comer y beber de manera exclusiva y exacta lo que nos asignaba el Cerebro Total.  Algunos ciudadanos creíamos que ese enjambre de ordenadores que dirigía la Comuna Mundial nos estaba deshumanizando. Era antinatural someter nuestras vidas a aquella máquina, por mucha inteligencia artificial que tuviera.

—Sí —le dije yo—, lo único sano es el agua pura.

—Por supuesto —dijo él, con una mueca—. Solo agua. Sin aditivos.

El Cerebro Total nos deshumanizaba: su gobierno despótico era el peor aditivo que podía tener nuestra perfecta sociedad.

Fue muy difícil que los de la Resistencia consiguiéramos añadir veneno indetectable a los depósitos de agua de aquel comedor. Después de este éxito, lo fuimos repitiendo en miles de comedores, por todo el mundo.

 
©Guillermo Arquillos
Año 2022. Febrero, 14


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