O, de odio

 


O, DE ODIO

 

Ni se le había pasado por la cabeza que su hijo pudiera no ser de su propia sangre; por eso, cuando se enteró, no podía creérselo. ¡Dudar así de María! ¿Cómo iba a dudar de María, que siempre lo había querido, que siempre lo había respetado y con quien había sido feliz tantos años? Pero el asunto estaba claro, su hijo, Vicente, no era hijo suyo; unos compañeros se lo dijeron en el trabajo:

—Todo el mundo lo sabe, amigo; el padre de tu hijo es Gómez, el que trasladaron a Badajoz.

Al mirar a la que había sido su mesa de trabajo, su imagen empezó a darle vuelta en la cabeza: Gómez, el ridículo Gómez, el que comía todas las mañanas un triste bocadillo de fiambre.

Cuando volvió de su viaje de trabajo, el primero al que había ido después de doce años en el mismo departamento, su mujer lo estaba esperando en casa. Él la besó con más cariño que de costumbre y miró a su hijo. Sí, lo cierto era que tenía una mirada parecida a la de Gómez, el imbécil que habían trasladado.

Un par de días después, el periódico trajo la noticia: Bartolomé Gómez, un funcionario que vivía solo, se había ahorcado en su apartamento, en Badajoz. Nadie se podía imaginar la causa por la que se había quitado la vida; quizá tuvo algo que ver el informe médico que había en un cajón con el resultado de unos análisis de fertilidad.

Cuando el marido se fue al trabajo, sonreía. María leyó entonces el periódico y se le saltaron las lágrimas.

© Guillermo Arquillos 24/10/2023  


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