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Mostrando entradas de abril, 2022

A vida o muerte

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  A vida o muerte —Le tengo miedo a la muerte. Te lo he dicho muchas veces —dijo ella. Él miró el reloj de la pared. No paraba de avanzar. Entonces decidió que iba a respirar sin hacer ruido. «No quiero despertar esas agujas y que se pongan a correr. Quiero tiempo, quiero tiempo» —se dijo. —Han venido preguntando por ti, ¿sabes? Ella, desde la cama, lo miró con unos ojos enormes, como rosetones de una catedral. Él notó que se colaba en sus huesos el frío de un templo sin gente. Se fijó un instante en el gotero y lo odió. —¿Quiénes? —Los del trabajo, ¿cómo no? Querían desearte que todo vaya bien. Me han dicho cosas así… —No podía contarle que varios compañeros hasta se habían echado a llorar. Algunos parecían que iban a desmoronarse. Ellos también. Le acarició las manos. Las tenía frías, ¡qué novedad! Si no sintiera aquellos trozos de hielo en los que terminaban sus brazos, pensaría que alguna enfermera le había cambiado a su mujer por la noche. —Y tú, ¿qué le has dicho? —Que estabas du

LOS RELOJES

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LOS RELOJES El interior de aquella iglesia era maravilloso. Y René, el anciano que nos la enseñaba, nos contaba a la vez anécdotas muy simpáticas. Estaba siendo una mañana muy especial. Habíamos llegado temprano a aquel pueblo y la luz de las vidrieras, realzaba la belleza de las columnas, los arcos, el ábside y las capillas. A Carla y a mí nos parecía increíble que en un pueblecito perdido del norte de Francia pudiera haber un edificio tan artístico. También nos fijamos en aquellos botes de cristal: en una de las capillas había varios frascos transparentes con distintos contenidos. En uno había anillos, la mayoría de oro; en el segundo había monedas antiguas; en otro había algunos papeles y en el último había dos relojes de bolsillo, de los que usaban los caballeros a principios del siglo XX. Nos extrañó encontrarlos en una iglesia. Al notar nuestra sorpresa, René nos comentó: —Este es el fondo de ayuda que los matrimonios del pueblo hacen a las personas que pasan por momentos de gran

La duquesa

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  La duquesa El día que Katherina se fue, me di cuenta de que no tenía ni idea de quién era aquella mujer. Habíamos sido amantes durante cinco meses y no podía decir ni de dónde había salido, ni cuál era su familia. Solo sabía que era hermosísima, joven, alta, rubia y que tardaba siglos en arreglarse y ponerse en orden el pelo. Además, usaba la ropa con mucha más elegancia que el resto de las mujeres que se movían por los salones de Viena. En una de aquellas fiestas, mi amigo Philippe me había presentado a Katherina y a su compañera, la duquesa Greta de Babengerg. Al parecer, se profesaban una gran amistad, no sabría decir hasta qué punto. «Curioso ducado —pensé cuando las conocí—. Ese título desapareció hace unos nueve siglos». Katherina no se había marchado con las manos vacías. Tenía demasiado buen gusto como para olvidar un enorme joyero que le había ido regalando, el de mi difunta madre, el juego de abrecartas dorados, unas cuberterías de plata, anillos, colecciones de r

Un pobre tonto

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  Un pobre tonto Aquel día, hasta el viento se detuvo en Florence para intentar escuchar los gritos que salían de la comisaría. Aquellos dos tipos chillaban y chillaban al sheriff Garret como si fuera urgente detener una tragedia mundial. Y la vida en Florence se congeló. Dicen que soy tonto, el más tonto del pueblo. Pero yo soy perfecto para mi trabajo y, como me paso el día limpiándolas, tengo llaves de todas las dependencias municipales. Tomaba un refresco en la cantina del tacaño John, mientras sonreía al oír cómo estaban preparando el linchamiento de Kevin. Entonces vi a aquellos dos tipos del FBI que entraban en comisaría y pensé que lo mejor sería dar un gran rodeo para entrar por la puerta de atrás. ¿Qué le dirían al sheriff? La gente estaba muy furiosa: la noche anterior habían encontrado a Kevin, el hijo menor de los Fuller, en un callejón, con las manos manchadas de sangre. Delante de él, con dos disparos, estaba el cadáver de Juanita Estévez, la chica más linda de Florence.