La duquesa
La duquesa
El
día
que Katherina se fue, me di cuenta de que no tenía ni idea de quién era aquella
mujer. Habíamos sido amantes durante cinco meses y no podía decir ni de dónde
había salido, ni cuál era su familia.
Solo
sabía
que era hermosísima, joven, alta, rubia y que tardaba siglos en arreglarse y
ponerse en orden el pelo. Además, usaba la ropa con mucha más elegancia que el
resto de las mujeres que se movían por los salones de Viena.
En
una de aquellas fiestas, mi amigo Philippe me había presentado a
Katherina y a su compañera, la duquesa Greta de Babengerg. Al parecer, se
profesaban una gran amistad, no sabría decir hasta qué punto.
«Curioso ducado —pensé cuando las
conocí—. Ese título desapareció hace unos nueve siglos».
Katherina
no se había marchado con las manos vacías. Tenía demasiado buen gusto
como para olvidar un enorme joyero que le había ido regalando, el de mi difunta
madre, el juego de abrecartas dorados, unas cuberterías de plata, anillos,
colecciones de relojes… Si no se llevó todos sus vestidos fue por falta de
espacio en los baúles. Baúles que, por cierto, también me robó, como es lógico.
Aquel
saqueo hubiera sido para mí una simple broma si no hubiera
echado en falta un camafeo para el cuello, que era de mi madre, un abrecartas
turco, que era de mi padre, y un reloj con diamantes en la caja, que me había
regalado yo mismo en mi cuarenta cumpleaños.
He
de decir, que di parte a la policía, sin mucha esperanza de recobrar
lo robado, por descontado. También me puse en contacto con Philippe para que me
volviera a introducir en los salones de donde había estado alejado esos meses.
Tal era la dedicación que requerían de mí las tórridas noches con Katherina.
En
la primera fiesta, volví a saludar a Greta de Babengerg, la duquesa.
Greta
era algo mayor que Katherina, morena, un poco más baja y tenía unas
carnes muy prietas que se encargaban de realzar los ajustados corsés con los
que se vestía o, más bien, con los que se mostraba.
—Estimado
amigo —me dijo—. No se puede imaginar la repugnancia que he sentido cuando me
han informado de la marcha de Katherina y del saqueo del que ha sido objeto su
patrimonio.
—No
se preocupe, querida Greta. Todo aquello que su amiga se ha llevado, aunque
valiosísimo, no produce un menoscabo significativo para mi hacienda.
Solo acarrea la ligera molestia de tener que prescindir de objetos y joyas que
me eran queridos.
—¿Sabe?
—me dijo—. Mi amante, el marqués de Rostmich ha decidido abandonarme porque la
señora marquesa no ve del todo bien nuestra relación. No termino de entenderlo,
la verdad, pero en este momento estoy soltera.
—¡Ah!
¿Pero estaba usted casada? —dije, con una sonrisa malévola.
Ella
me miró con ojos de volcán en erupción.
—Me
refiero a que estoy soltera, soltera. Y muy soltera. Usted ya me entiende.
En
Viena, en aquellos años, se negociaba con todo. Con casas, con carruajes, con
tierras, con los buenos matrimonios de los hijos… y también se concertaban las relaciones
como si fueran contratos comerciales. Todo era bueno para aumentar el lujo, el
brillo, el poder y el placer.
Quedamos
en que me esperaría siete días después, en su casa, a las ocho de la tarde.
Que cenaríamos cualquier cosa y que, a continuación, nos regalaríamos
mutuamente alguna actividad privada que resultase atractiva para ambos. Si decidía que me merecía la pena una mayor
amistad, la duquesa se mudaría a mi casa y ocuparía el puesto de su amiga en
mis estancias particulares.
Me
presenté en el domicilio de la duquesa, a la hora indicada. Las
puertas estaban abiertas y me extrañó que no saliera nadie a recibirme. La
mansión parecía desierta.
Subí a
la primera planta, que supuse más noble, por la decoración que veía en las
amplias escalinatas de mármol y pronto llegué a un saloncito que daba paso a lo
que, sin duda, eran los aposentos privados de Greta. Me senté, esperando ser
recibido.
Transcurrió un
tiempo, no podría decir cuánto, y empecé a pasearme por aquella habitación. En
una de las mesitas, había un sobre que tenía mi nombre. Era letra de Katherina.
Leí su
contenido. Se trataba de una carta en la que me decía que me odiaba, que
aquellos cinco meses habían sido un suplicio para ella, que cada día y cada
noche —sobre todo, cada noche— le habían supuesto una especie de tortura. Al
parecer, aquella mujer solo había convivido conmigo para que la alimentase y
para averiguar dónde estaban los objetos de mayor valor de mi vivienda. Concluía sus letras prometiéndome que ella
se encargaría de arrebatarme todo lo que me gustase o desease.
De repente, mi cabeza se imaginó
algo que me puso tenso…
Dejé
caer la misiva, me acerqué a la puerta que daba acceso a las estancias privadas
y percibí un inconfundible e inmundo olor a podrido.
Abrí la
puerta y observé, con horror, cómo los gusanos y los insectos estaban devorando
el cadáver putrefacto de Greta. Estaba sentado e inclinado hacia atrás.
Por
aquel repugnante espectáculo deduje que Katherina no me tenía demasiado afecto.
Clavado
en el pecho de Greta, estaba el abrecartas turco de mi padre.
Comentarios
Publicar un comentario