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Mostrando entradas de mayo, 2023

LUNA LLENA

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  LUNA LLENA   La piel de la mujer era oscura, como la garganta de un lobo. Estaba obesa y vestía una falda larga, con pequeños cuadros azules y blancos estampados. Tenía un pañuelo atado en la cabeza. Sus ojos brillaban con la luz de la luna. Dio dos vueltas sobre sí misma, canturreando una canción en una extraña lengua. Era una melodía triste, como una tarde de otoño. Tomó después unas ramas casi secas y arañó el aire con fuerza, tratando de hacerle daño. Dio un grito agudo y, en silencio, en el centro del callado cementerio, se inclinó, tomó una botella que contenía un líquido blanco, engulló un buche, lo mantuvo en la boca inflando los carrillos mientras cerraba los ojos, y lo escupió con fuerza, lo más lejos que pudo. Gritó de nuevo con voz penetrante. El líquido se extendió sobre el suelo de arena. Fue repitiendo aquel antiguo ritual dando pequeños saltos en los que miraba hacia el norte y después hacia el oeste. Cuando se orientó hacia el sur, esperó y pronunció lentamente

LA CONVERSACIÓN CON EL CARTERO

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  LA CONVERSACIÓN CON EL CARTERO   Un par de tipos, con músculos de culturista y guantes de cuero, golpearon la puerta del bloque. Arcadio, asomándose al balcón, vio que dos vehículos imponentes estaban parados en la acera: un cuatro por cuatro blindado y una limusina negra, descomunal. ¿Para qué leche querrá alguien una cosa tan grande?», pensó Arcadio. Arcadio nunca tuvo grandes ambiciones. Los vecinos del pueblo sabían que podía conseguirles algunas cosas, pero nadie se consideraba su amigo. Un día, Jonás, el cartero, llamó a su puerta. Arcadio había dicho que estaba esperando un paquete importante, un libro colectivo de relatos en el que participaba. Cuando subió el cartero, tropezó con el último peldaño y cayó delante de la puerta del piso de Arcadio. Al golpear contra el suelo, el paquete que traía se abrió. Los hombres se miraron un instante en silencio. No comentaron nada, pero Jonás se quedó pensando: «¿Para qué leche querrá alguien como Arcadio, una pistola?». Los m

MI TÍO ENRIQUE

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  MI TÍO ENRIQUE Siempre me decían que yo era un niño travieso y esa era la pura verdad. Por ejemplo, me gustaba bajar a la charca a cazar ranas. Les apuntaba con el tirachinas y... ¿para qué os voy a contar? Haceos una idea de cómo era yo a mis diez o doce años: los amigos de la aldea siempre decían que yo tenía muy mala leche porque destrozaba a las pobres ranas y las hacía sufrir. —Yo no las oigo quejarse, así que no será para tanto... —les decía. Además de desmembrar ranas, me gustaba cazar pajarillos, reventar bichas a pedradas, cortarles la cola a los ratones, quemar hormigas vivas y matarle los gusanos de seda a mi tío Enrique. Mi tío Enrique tenía veintitantos años. Vivía solo, en casa de mis abuelos y mi padre lo odiaba. —Sí —decía papá—. Ya sé que es mi hermano pequeño, pero no es justo que nos desprecie y que le hayan dejado toda la herencia. Mamá lo miraba, tomaba otro sorbito de su taza —luego me enteré de que bebía orujo—, resoplaba y, arrastrando las palabras