LUNA LLENA





 LUNA LLENA

 

La piel de la mujer era oscura, como la garganta de un lobo. Estaba obesa y vestía una falda larga, con pequeños cuadros azules y blancos estampados. Tenía un pañuelo atado en la cabeza. Sus ojos brillaban con la luz de la luna.

Dio dos vueltas sobre sí misma, canturreando una canción en una extraña lengua. Era una melodía triste, como una tarde de otoño. Tomó después unas ramas casi secas y arañó el aire con fuerza, tratando de hacerle daño. Dio un grito agudo y, en silencio, en el centro del callado cementerio, se inclinó, tomó una botella que contenía un líquido blanco, engulló un buche, lo mantuvo en la boca inflando los carrillos mientras cerraba los ojos, y lo escupió con fuerza, lo más lejos que pudo. Gritó de nuevo con voz penetrante. El líquido se extendió sobre el suelo de arena. Fue repitiendo aquel antiguo ritual dando pequeños saltos en los que miraba hacia el norte y después hacia el oeste. Cuando se orientó hacia el sur, esperó y pronunció lentamente las palabras «Señor Belcebú».

Cesó de repente el tímido viento que se atrevía a moverse entre tanta oscuridad. Quedaron quietas las copas de los cipreses, las ramas de los árboles sin nombre y las hojas de las plantas que adornaban los parterres de las tumbas.

La mujer estaba inmóvil, mirando a la luna llena, en el centro de la explanada del cementerio. Canturreaba de nuevo en voz baja aquella oscura canción. Y, de pronto, como si vinieran de muy lejos, comenzaron a escucharse suavemente unas voces agudas que se aproximaban desde el Sur. Eran lamentos de niños.

La mujer sonreía.

Las voces, que comenzaron como susurros, parecían acercarse poco a poco al centro de la explanada. Gritaban llenas de pánico. Apenas eran comprensibles. De vez en cuando se oía un «¡ay!» y un «no», pero el resto de las palabras, si es que las voces estaban hablando con palabras, no se entendían. Comenzó a soplar una suave brisa. Las voces sonaban más y más fuertes. Se hacían molestas. Gritaban y gritaban: «Por favor, por favor».

La mujer miró hacia el sur, bien lejos. Dejó las ramas en el suelo, con cuidado, y suplicó con una especie de rugido: «Señor Belcebú, a ti te invoco…». Las voces infantiles comenzaron a gritar con más fuerza: «No, por favor, por favor, mamá, no». La mujer levantó las manos mirando hacia el sur.

—¡Señor Belcebú! ¡A ti te invoco! Llévatelos para siempre con su padre. Los niños sabían que Manuel me era infiel. Yo te regalo mi alma para siempre, señor Belcebú, si a ellos los castigas por haberme ocultado la infidelidad de su padre.

Empezaba a oler a materia descompuesta. La mujer sudaba por todo su cuerpo. Las voces gritaban con angustia: «No, por favor, mamá, no…»

—¡Señor Belcebú! ¡A ti te invoco! —continuó gritando la mujer—. No me basta con haberles quitado la vida, como a su padre. Me ofrezco como tu esclava perpetua, si les aplicas a mis hijos los peores tormentos del infierno, las torturas reservadas a los traidores que conspiran contra sus propias madres. ¡Señor Belcebú! ¡Concédeme lo que te pido y seré tuya para siempre!

La garganta de la mujer se secó de repente. Unos pájaros que estaban cantando a lo lejos, en la entrada del cementerio, se callaron. Se impuso el silencio envuelto en un aire caliente y suave. Hasta los insectos permanecieron escondidos y las ratas inmóviles.

Una voz, que parecía que venía de todas partes y de ninguna, que parecía pronunciada por mil gargantas y solo por una, gritó una palabra horrible:

—Sea.

Entonces la mujer respiró hondo, se dejó caer sobre sus rodillas y comenzó a llorar.

Las voces de los niños se apartaron mientras repetían: «No, no, no…»

Una nube muy oscura se movió rápidamente hasta tapar la luna. La comarca entera quedó en absoluta oscuridad.

 

© Guillermo Arquillos — 26/05/2023

Comentarios

  1. Perfecta descripción del ambiente e inquietante argumento. Me gustan varias cosas, entre ellas: "el silencio envuelto en un aire caliente y suave". Un abrazo.

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