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Mostrando entradas de octubre, 2023

La terraza de pensar

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LA TERRAZA DE PENSAR   —Jefe, ¿quiere que le subamos un café? —preguntó Will.   El jefe ni siquiera levantó la vista del suelo; continuó caminando por la azotea del edificio, como un sonámbulo. Will suspiró y siguió tras él; lo acompañaban Travis y Marcus, otros dos empleados.   —Este hombre tiene un problema —murmuró Travis—. Todos los años lo mismo…   —Yo creo que el problema lo tenemos nosotros —replicó Marcus—. Parecemos tontos detrás de él todo el rato.   —A mí me da exactamente igual —dijo Will—. Es mi trabajo y en mi casa vivimos de esto.   El jefe apretaba los puños mientras caminaba. A veces, levantaba uno y golpeaba el aire. Otras veces, se paraba un instante antes de seguir. Hacía frío en la terraza. Soplaba un viento molesto y el cielo estaba encapotado. Will se calentó las manos con el aliento, Marcus se las frotó.   —¿Por qué no le preguntas otra vez…? —propuso Travis.   Will esperó un momento y volvió a intentarlo:   —Jefe, ¿de verdad...   —¡Silencio!

O, de odio

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  O, DE ODIO   Ni se le había pasado por la cabeza que su hijo pudiera no ser de su propia sangre; por eso, cuando se enteró, no podía creérselo. ¡Dudar así de María! ¿Cómo iba a dudar de María, que siempre lo había querido, que siempre lo había respetado y con quien había sido feliz tantos años? Pero el asunto estaba claro, su hijo, Vicente, no era hijo suyo; unos compañeros se lo dijeron en el trabajo: —Todo el mundo lo sabe, amigo; el padre de tu hijo es Gómez, el que trasladaron a Badajoz. Al mirar a la que había sido su mesa de trabajo, su imagen empezó a darle vuelta en la cabeza: Gómez, el ridículo Gómez, el que comía todas las mañanas un triste bocadillo de fiambre. Cuando volvió de su viaje de trabajo, el primero al que había ido después de doce años en el mismo departamento, su mujer lo estaba esperando en casa. Él la besó con más cariño que de costumbre y miró a su hijo. Sí, lo cierto era que tenía una mirada parecida a la de Gómez, el imbécil que habían trasladado

A, DE ASESINO

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    A, de asesino   Estoy escribiendo con el portátil apoyado en las rodillas y llaman a la puerta. Me levanto y abro. Se parece a alguien que conozco, pero me resulta increíble. —Buenas tardes. ¿A quién busca? —le digo con cierto recelo. —A usted, buen hombre, a usted. —Debe de leer la desconfianza en mi cara— ¿No me reconoce? Soy Gerardo, el asesino de su relato. ¿Puedo pasar? Sin que le dé permiso, antes de que pueda impedirlo, se cuela, entra en el salón y se sienta en el sofá. El tal Gerardo es idéntico al estúpido sobrino que me he imaginado que mataba a su tía para conseguir la herencia. Porque se trata de que este fantoche quiere el dinero de su tía y ella, como muchos de los personajes ancianos de mis historias, tiene la manía de no morirse sin algo de ayuda. —Así que tú no existes más que en mi cabeza… —le digo. —Déjese de tonterías. Vamos a lo importante: si me pone una pistola en las manos y está inutilizada, me voy a dar cuenta de que no dispara porque no

EL ANILLO DE CARLOS

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  EL ANILLO DE CARLOS   La primera vez que vi a Carlos, me cautivó. Fue a buscarme a la sala de fiestas y me dijo que me presentara al día siguiente en su casa, que quería aprender a bailar salsa. Carlos era alto, elegante, con una mirada que me atravesaba el alma. Pocas veces me he reído tanto como cuando terminábamos la clase por los suelos. Como era un desastre bailando, me pisaba, tropezaba conmigo y acabábamos rodando por el parqué, dentro de un revoltijo de piernas y plumas de mi vestido. El tiempo se nos escapaba entre risas como si fuera un suspiro. En un hueco del muro del enorme jardín, me dejaban la llave del salón en el que dábamos clase. Yo me cambiaba al llegar y lo esperaba, pero nunca vi a nadie que se ocupara de las plantas ni a ningún empleado. Un viernes le pregunté: —¿Por qué tienes tanto interés en bailar? —Por Andrea, mi mujer. Ella soñaba con que aprendiéramos salsa, pero nunca pudimos porque yo siempre estaba demasiado ocupado —me dijo. Nos queda

NO QUERÍA SER VIEJO

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  NO QUERÍA SER VIEJO   Se quejó del lumbago, fue al cuarto de baño arrastrando los pies y escupió una flema en el váter. No quería ser viejo, pero lo era; no quería más arrugas en la cara, pero cada día las tenía más profundas. Lo que peor llevaba eran las canas, las canas y la artrosis. Además, a veces no controlaba bien la vejiga y estaba desarrollando cataratas. Se miró en el espejo. Apretó los labios con rabia, agarró un cabello —casi todo el pelo que le quedaba era blanco—, y tiró. Le dolió un poco, pero se sintió aliviado: «Ya no tengo tantas canas», se dijo, sonriendo. Luego, agarró otra. Y tiró. «Ya no estoy tan viejo». Siguió con su juego: otra más, y luego otra; ahora tres canas —tiraba con fuerza—, y otras tres. De cuatro en cuatro, de cinco en cinco se quitaba las canas y las iba dejando caer en el lavabo o en el váter. Se sentía mejor; cada vez mejor. Se reía, se olvidó del lumbago y se fue enderezando. Hasta empezó a imaginarse que la piel de las manos tenía meno