EL ANILLO DE CARLOS

 



EL ANILLO DE CARLOS

 

La primera vez que vi a Carlos, me cautivó. Fue a buscarme a la sala de fiestas y me dijo que me presentara al día siguiente en su casa, que quería aprender a bailar salsa.

Carlos era alto, elegante, con una mirada que me atravesaba el alma. Pocas veces me he reído tanto como cuando terminábamos la clase por los suelos. Como era un desastre bailando, me pisaba, tropezaba conmigo y acabábamos rodando por el parqué, dentro de un revoltijo de piernas y plumas de mi vestido. El tiempo se nos escapaba entre risas como si fuera un suspiro.

En un hueco del muro del enorme jardín, me dejaban la llave del salón en el que dábamos clase. Yo me cambiaba al llegar y lo esperaba, pero nunca vi a nadie que se ocupara de las plantas ni a ningún empleado.

Un viernes le pregunté:

—¿Por qué tienes tanto interés en bailar?

—Por Andrea, mi mujer. Ella soñaba con que aprendiéramos salsa, pero nunca pudimos porque yo siempre estaba demasiado ocupado —me dijo.

Nos quedamos en silencio. Supongo que notó en mi mirada que envidiaba a su mujer, me daba igual que estuviera muerta. Él empezó a jugar con un elegante anillo que llevaba en lugar de la alianza. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Este fue el primer regalo que me hizo. Ya ves, no vale casi nada, pero significa todo —me confesó.

Le temblaba la voz. Yo, que no sabía qué decir, me acerqué a él y lo abracé. Él puso su frente sobre mi hombro y sollozó un rato; casi no tenía aliento. Entonces acaricié su cabello con ternura.

Cuando alzó la cabeza, sus ojos seguían cerrados. Yo acerqué mis labios a los suyos y apenas pude rozarlos, fue solo un instante y mi corazón estuvo a punto de estallar.

Él abrió los ojos con sorpresa, retrocedió un par de pasos y torció la boca:

—Lo mejor será que acabemos la clase, ¿no te parece? —me dijo.

Me sentí la persona más desgraciada del mundo. No sabía qué decir.

—Sí, será mejor que te marches. Deja la llave donde siempre.

Sin decir nada más, dio media vuelta y se fue.

Apenas pude pegar ojo en todo el fin de semana.

Las noches siguientes actué en la sala de fiestas porque no tenía más remedio que ganarme el pan, pero los bailarines me decían que parecía triste y que si no transmitía más alegría durante el show, acabaríamos todos en la calle.

El lunes siguiente volví a casa de Carlos. Entré en el jardín, que estaba abierto como siempre, y fui a buscar la llave, pero en el hueco solo había una pequeña caja y una nota. Me tembló todo el cuerpo cuando abrí la caja y vi un anillo como el de Carlos. Respiré hondo y leí la nota con ansiedad:

Es mejor que dejemos las clases. Esta copia del anillo es para ti, espero que encuentres la persona adecuada para regalárselo. Te deseo toda la felicidad del mundo. Carlos.

Lloré como nunca he llorado, sentí que me desvanecía y me tuve que apoyar donde pude porque todo empezó a darme vueltas.

 

Tres meses después, abrí mi exclusiva academia de baile; la única especializada en salsa que hay en la ciudad. Desde aquella tarde, siempre llevo el anillo que me regaló Carlos, de quien nunca he vuelto a saber nada.

Su anillo en mi dedo me recuerda continuamente lo difíciles que nos resultan las cosas del corazón a las drags queens.

 

© Guillermo Arquillos 10/10/2023


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