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Mostrando entradas de noviembre, 2022

La hija del juez

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  LA HIJA DEL JUEZ   La señorita Eugenia maneja la silla de ruedas con tanta elegancia como la que muestra bebiendo té en la taza de porcelana. Mira a los ojos del hombre para comprobar que no hay ni un pequeño rictus de duda, deja la foto del crío en la mesa —no quiere ni rozar sus dedos— y se quita el guante de la mano izquierda. El que le sirve para no dejar huellas dactilares. La señorita Eugenia está dispuesta a pagar una millonada —«cueste lo que cueste», ha dicho— para que se restituya la justicia, su justicia . Su padre era juez y ella sabe —«porque papá lo repitió muchas veces, al calor de la chimenea»— que, con frecuencia, las leyes son un estorbo para la verdadera justicia , la que debe dar «a cada uno lo suyo» —como decía papá—. —¿Estás completamente seguro? Mira, que no quiero confusiones… —insiste doña Eugenia. —Tan seguro como de que el sol sale por el Este, señorita. Solo un Chevrolet ha ido al taller por un bollo desde hace mucho. Este chaval que le digo es

¡DESPIERTA!

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  ¡DESPIERTA! —¿Alguien me puede bajar la luna? ¿Alguien me la puede alcanzar? —decía el chaval. Pero nadie sabía cómo explicarle que los sueños no siempre se hacen realidad, que el corazón de algunos hombres es negro y que vivir, muchas veces, duele.   © Guillermo Arquillos – 10/nov/22

EN EL HOTEL MÁS CARO DEL MUNDO

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  E N EL HOTEL MÁS CARO DEL MUNDO   — ¿Más café, señora? —preguntó el camarero. Leti asintió. El personal de servicio se situaba de modo que no molestase a los señores. La luz brillaba en los cubiertos de oro y en los bordes de la vajilla de lujo. El comedor privado, para los seis clientes, lucía cientos de detalles exclusivos. —Leti, ¿cómo es que estás aquí?; ¿dónde anda Carlos? —preguntó Nacho. Ella hizo un gesto de aburrimiento. —Cuando lo he dejado, estaba duchándose. —¿Solo? —dijo Sabina, clavándole la mirada. Leti agachó la cabeza y resopló: —Estoy harta, ¡joder! Estoy muy harta. Y añadió: —¡Tengo hambre! Nacho y su mujer se miraron, torcieron la boca y negaron con la cabeza. —Tú no estás aquí para tener hambre , ¿está claro? Carlos tiene que estar perfectamente atendido en todos los aspectos , ¿está claro? —dijo Nacho. Leti detuvo su mirada en el delicado espejo de la pared del fondo. —Hacéis que me sienta sucia, como una puta . ¿Es eso lo que queré

PELO DE RATA

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  Pelo de rata   —Llámame Eli, mujer. —Y doña Elia se queda mirando a su nuera. Tiene esa sonrisa fría, la que solo ella sabe ponerle, y la mantiene inmóvil unos largos segundos. Sofía, casi sin respiración, piensa que los gestos dicen más que las palabras y termina mirando a la pared para no verle la cara. Sofía, que tiene los ojos azules como el Danubio, la piel tostada y los gestos de una muñeca, nunca la llamará Eli: no puede. —Es por respeto, señora. En mi pueblo, nos dirigimos a los padres y a los suegros con mucha deferencia. —No me seas estirada, chiquilla… —. Y sonríe complacida. «¿Por respeto? Por respeto y porque no quiero confianzas contigo, pelo de rata. Y tampoco te voy a dar el gusto de que nos peleemos y consigas que tenga un problema con mi marido », se dice Sofía. Le molesta que le quite su sillón y que encienda la tele sin preguntarle. Hace ahora cuatro años que se casó con Daniel. Naturalmente, Doña Elia se opuso a que su hijo, todo un ingeniero co

QUÍTAME MI MIEDO

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  QUÍTAME MI MIEDO   ¡Y yo que tenía miedo de entrar en casa y encontrarme con su cara! «Te voy a abandonar, hijo. Aunque sé que me necesitas, te voy a abandonar», me imaginaba a mí mismo diciéndole y algo me dolía por todo el cuerpo. ¡Qué cosas…! ¡La vida…! Desde la muerte de Rosa, nunca le he dado una noticia peor a Luis. Estuve sudando en la sala de espera, rodeado de gente seria que estaba atenta a sus móviles, como si lo que hubiera detrás de las pantallas no fueran solo vidas retocadas con Photoshop… Me intentaba secar las manos y me temblaban todos los músculos. «No puedo dejar a Luis solo. Es imposible… Ya verás, ya verás como me dan buenas noticias…», me decía. La enfermera salió y gritó mi nombre. Entonces, dejé de oír al marido que regañaba a su mujer como si ella fuera culpable de su enfermedad y al grupo de marujas que cuchicheaban a mi lado sobre una barriga que me importaba tres leches. En aquel enorme sitio lleno de gente, de pronto, solo se empezaron a