La hija del juez
LA HIJA DEL JUEZ
La señorita Eugenia maneja la silla de ruedas con tanta elegancia
como la que muestra bebiendo té en la taza de porcelana. Mira a los ojos del
hombre para comprobar que no hay ni un pequeño rictus de duda, deja la foto del
crío en la mesa —no quiere ni rozar sus dedos— y se quita el guante de la mano
izquierda. El que le sirve para no dejar huellas dactilares.
La señorita Eugenia está dispuesta a pagar una millonada
—«cueste lo que cueste», ha dicho— para que se restituya la justicia, su
justicia. Su padre era juez y ella sabe —«porque papá lo repitió muchas
veces, al calor de la chimenea»— que, con frecuencia, las leyes son un estorbo
para la verdadera justicia, la que debe dar «a cada uno lo suyo» —como decía
papá—.
—¿Estás completamente seguro? Mira, que no quiero
confusiones… —insiste doña Eugenia.
—Tan seguro como de que el sol sale por el Este, señorita. Solo
un Chevrolet ha ido al taller por un bollo desde hace mucho. Este chaval que le
digo es el hijo del dueño de ese haiga.
El hombre sostiene la gorra en sus manos oscuras, sujeta por
la visera. Lleva un pañuelo azul anudado al cuello de cualquier manera e
inclina un poco la cabeza.
—Pues entonces, ¿a qué esperas? —Y la señorita sonríe con
tristeza, como quien no quiere sonreír, porque sabe que no está haciendo lo correcto.
El hombre recoge la foto con cuidado y se marcha sin
despedirse.
Los ojos mojados de Eugenia reviven la escena del paso de
cebra y la sonrisa de su hija. Una sonrisa luminosa, como solo tienen las niñas
de nueve años. Y vuelve a ver que la vida se le escapa, lanzada por el aire,
volando lejos, destrozada contra el suelo.
Ni siquiera le dolieron sus piernas, ni la espalda, ni las intensas
sesiones de fisio: Eugenia aprendió pronto a manejar la silla de ruedas. En cuanto
salió del hospital y le enseñaron, por fin, las fotos del féretro blanco de su
niña, recordó la cara del hombre del Chevrolet y preguntó si tenía algún hijo.
Sí. Lo
tenía.
La señorita Eugenia está convencida de que es cuestión de
justicia y, a los pocos días, entierran en el pueblo otro ataúd blanco.
El hombre del pañuelo azul anudado al cuello de cualquier
manera termina ganando una millonada.
© Guillermo Arquillos — 21-nov-2022
Muy bueno, Guillermo. Bien generada la expectativa y la tensión. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias.
ResponderEliminar