QUÍTAME MI MIEDO
QUÍTAME MI MIEDO
¡Y yo que tenía miedo de entrar en casa y encontrarme con su
cara!
«Te voy a abandonar, hijo. Aunque sé que me necesitas, te
voy a abandonar», me imaginaba a mí mismo diciéndole y algo me dolía por todo
el cuerpo.
¡Qué cosas…! ¡La vida…! Desde la muerte de Rosa, nunca le he
dado una noticia peor a Luis.
Estuve sudando en la sala de espera, rodeado de gente seria
que estaba atenta a sus móviles, como si lo que hubiera detrás de las pantallas
no fueran solo vidas retocadas con Photoshop… Me intentaba secar las manos y me
temblaban todos los músculos.
«No puedo dejar a Luis solo. Es imposible… Ya verás, ya
verás como me dan buenas noticias…», me decía.
La enfermera salió y gritó mi nombre. Entonces, dejé de oír al
marido que regañaba a su mujer como si ella fuera culpable de su enfermedad y
al grupo de marujas que cuchicheaban a mi lado sobre una barriga que me
importaba tres leches.
En aquel enorme sitio lleno de gente, de pronto, solo se
empezaron a oír mis pasos y la luz se concentró en la enfermera y su sonrisa, que
me pareció una mueca falsa, postiza, odiosa…
«¡Dios mío, Dios mío!, ¡que yo no quiero estar aquí…!»,
grité en mi cabeza.
—Siéntese, por favor —me dijo la doctora.
Miró un segundo eterno al ordenador, me clavó los ojos con
fuerza y me asustó su mirada.
Recuerdo que guardamos silencio y yo pensé:
«¿Cómo coño le digo yo esto a Luis, sin llorar?».
Luego, en casa, me tuve que esperar un buen rato a que
viniera del taller. ¿Cuánto estuve sentado, sujetándome la cabeza? ¿Una media
hora? No, quizá un poco más, no sé: tres o cuatro mil años…
Al final, Luis llegó, claro. Y yo, sin saber de dónde, saqué
las fuerzas y se lo terminé contando, claro. Pero es que, además, se lo dije
todo:
—Tengo pánico. Estoy agobiado por ti, hijo. Siento que te
estoy fallando.
—No, … favor, papi…
—No puedo evitarlo. Te voy a dejar solo. Tengo mucho miedo.
Él guardó silencio.
—Quítamelo, hijo. Quítame mi miedo.
Él siguió callado durante dos o tres siglos más y yo oí el
tic tac del reloj todo ese tiempo. Una mosca se había metido en la habitación; llegué
a creer que la estaba siguiendo con sus ojos.
Me empezaba a faltar el aire.
—No puedo soportarlo… —le dije.
Se me acercó… y me abrazó:
—Ya soy mayor, papi. Ya me apañaré, yo puedo solo… ¿Quieres
jugar a la ronda?
Me apretaba. Me hacía daño, para ser tan joven.
—Quiero alegre cara tuya. Te quiero —me dijo.
…
He pensado en su reacción horas y horas y he soltado millones
de lágrimas. Lo envidio: me ha enseñado mucho.
Todo se complicará, ya lo sé, pero también sé que saldrá adelante.
Estoy seguro.
Admiro a mi hijo. Más todavía porque, como todos sabéis, es
síndrome de Down.
©
Guillermo Arquillos
2/11/2022
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