PELO DE RATA
Pelo de rata
—Llámame Eli, mujer. —Y doña Elia se queda mirando a su
nuera.
Tiene esa sonrisa fría, la que solo ella sabe ponerle, y la mantiene
inmóvil unos largos segundos. Sofía, casi sin respiración, piensa que los
gestos dicen más que las palabras y termina mirando a la pared para no verle la
cara.
Sofía, que tiene los ojos azules como el Danubio, la piel
tostada y los gestos de una muñeca, nunca la llamará Eli: no puede.
—Es por respeto, señora. En mi pueblo, nos dirigimos a los
padres y a los suegros con mucha deferencia.
—No me seas estirada, chiquilla… —. Y sonríe complacida.
«¿Por respeto? Por respeto y porque no quiero confianzas
contigo, pelo de rata. Y tampoco te voy a dar el gusto de que nos peleemos y
consigas que tenga un problema con mi marido», se dice Sofía.
Le molesta que le quite su sillón y que encienda la tele sin
preguntarle.
Hace ahora cuatro años que se casó con Daniel. Naturalmente,
Doña Elia se opuso a que su hijo, todo un ingeniero con un buen futuro en su empresa,
terminara con una rumana desconocida que lo pescó en Internet y que es mayor que él. La suegra opina
que es mejor que no hayan tenido hijos, que así será todo más fácil cuando se
divorcien, cosa que desea que no tarde en pasar.
Daniel es un hombre reservado y no quiere preocupar a su
mujer porque siempre repite que todo tiene solución, que la superación de cualquier
problema se logra buscando e intentando, buscando e intentando… Hace semanas que
tiene la mirada oscura y ya no alaba los ojos de Sofía ni acaricia su espalda.
Cuando vuelve a casa, un poco antes de lo habitual, le da un
beso desganado a cada una. Doña Elia levanta la cabeza y dibuja una pregunta
con sus cejas.
Sofía ya no sabe si llegarán a fin de mes con el sueldo
justo, las cosas cada vez más caras y lo que se les viene encima. Por si fuera
poco, la suegra se les mete en casa, porque está claro que ha llegado al piso para
una buena temporada:
—Hasta que termine la reforma de mi casa…
—No te preocupes, mamá, que aquí tienes un cuarto para vivir
el tiempo que necesites. Nosotros estamos encantados de poder echarte una mano.
Daniel lleva semanas cansado y no mira a su mujer por las
noches. Acostados, charlan antes de quedarse dormidos.
—¿Sabes? —dice el marido—. Me encantaría que os llevaseis
bien mamá y tú.
Sofía carraspea.
—Algo tenemos que hacer, Daniel. No se puede quedar mucho
tiempo con nosotros…
Él abre bien los ojos y se aclara la voz:
—No tenemos más remedio, cariño. Debemos conseguir que se
quede una buena temporada.
En la oscuridad, Sofía pone cara de asombro, pero su silencio
tiene sabor a pregunta.
—Las cosas están muy mal en la empresa. Es posible que cierre.
Si voy a la calle, no podremos hacer frente nosotros solos a los gastos y a la
hipoteca. La condición que ha puesto mamá para echarnos una mano es que la
dejemos vivir con nosotros. Si no se queda en el cuarto que nos sobra, no nos
ayuda.
Sofía no permite que el aire escape de sus pulmones. Durante
un instante la vuelve a imaginar como una rata enorme, con su pelo enmarañado y
negro, y se acuerda de su pueblo, a orillas del Danubio. Allí había una playa
de arena fina y, en la ribera, se sentaba un afilador con muchos cuchillos,
algunos muy gastados. Le gustaba ver su brillo.
Y ahora se acuerda del cuello de Doña Eli, pelo de rata.
—Estoy embarazada, Daniel.
En el acto, él piensa cuántas pastillas tiene que ponerle en
el café para que su madre no se pueda negar a ayudarlos. En poco tiempo, necesitarán
el cuarto libre.
Daniel y Sofía se abrazan.
© Guillermo
Arquillos
8/11/2022
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