MI TÍO ENRIQUE
MI TÍO ENRIQUE
Siempre me decían que yo era un niño travieso y esa era la
pura verdad. Por ejemplo, me gustaba bajar a la charca a cazar ranas. Les
apuntaba con el tirachinas y... ¿para qué os voy a contar? Haceos una idea de
cómo era yo a mis diez o doce años: los amigos de la aldea siempre decían que
yo tenía muy mala leche porque destrozaba a las pobres ranas y las hacía sufrir.
—Yo no las oigo quejarse, así que no será para tanto... —les
decía.
Además de desmembrar ranas, me gustaba cazar pajarillos,
reventar bichas a pedradas, cortarles la cola a los ratones, quemar hormigas
vivas y matarle los gusanos de seda a mi tío Enrique.
Mi tío Enrique tenía veintitantos años. Vivía solo, en casa
de mis abuelos y mi padre lo odiaba.
—Sí —decía papá—. Ya sé que es mi hermano pequeño, pero no es
justo que nos desprecie y que le hayan dejado toda la herencia.
Mamá lo miraba, tomaba otro sorbito de su taza —luego me
enteré de que bebía orujo—, resoplaba y, arrastrando las palabras, siempre le
decía lo mismo:
—Por favor, Carlos, deja ya de una vez el temita de tu
hermano, que no vas a cambiar nada...
—Como no se muera...
—No digas tonterías, Carlos. Seguro que no quieres eso.
—¿Que no quiero eso? Muchas veces, hasta se lo pido a Dios.
—¿Tanto lo odias?
Mis padres no sonreían casi nunca. Yo era solo un crío inocente
que los miraba y quería verlos contentos, pero ellos no eran felices.
Una tarde, mi tío Enrique apareció por casa. Mis padres habían
salido. Venía buscando algo para el dolor de cabeza, porque decía que le dolía
muchísimo y que no podía aguantar.
Mi tío siempre estaba enfermo. Cuando cambiaba el tiempo,
porque le dolían los huesos; cuando hacía calor, porque era alérgico a su
propio sudor y se ponía malísimo; cuando hacía frío, porque se le metía por la
espalda y apenas se podía mover. Un día, mamá me contó todas sus alergias: a
los cacahuetes, al pan de maíz, a muchos medicamentos, a las bebidas con alcohol,
al polen, a la leche de vaca... En fin, que siempre estaba fatal. Eso sí, el
dinero de los abuelos, bien que se lo había quedado.
—Oye, nene —me dijo—. ¿No tendrán algo tus padres por ahí para
el dolor de cabeza?
—¿Te traigo un paracetamol?
—Sí, gracias, a ver si se me quita este maldito dolor. Es
como si me estuvieran aplastando la cabeza.
Yo sabía que mi tío era alérgico al ibuprofeno, así que le
di uno. También le acerqué la taza de mamá, que aún tenía líquido, para que se lo
tragara. En aquel momento, no sé por qué, me vino a la imaginación la figura de
una rana.
Encontraron a mi tío muerto, un rato después, en la
carretera que baja al pueblo: se había estampado contra un olivo. Nadie lo lloró,
nadie lo echó de menos. Vivía solo, con la fortuna que había heredado de mis
abuelos y de la que presumía delante de todos. Era un desgraciado.
Ya han pasado treinta años y mis padres también murieron: un
día aparecieron muertos porque el calentador de casa no quemaba bien el gas. Yo
lo había revisado esa misma tarde, pero no se lo dije a nadie. ¡Pobrecitos!
Ahora soy yo el que disfruto de la fortuna de mis abuelos.
¿Sabéis? De la muerte de mi tío aprendí que la alergia al
ibuprofeno puede ser muy grave, que le pueden salir a uno ronchas por todo el
cuerpo y hasta perder el conocimiento; pero que es aún peor la alergia al orujo,
lo que bebía mamá, porque te puede faltar el aire y darte una bajada de tensión.
Si además eres asmático, ni se te ocurra conducir después de haberlo bebido.
—Nene, esto que me has dado con la pastilla sabe a rayos —me
dijo mi tío antes de montarse en el coche.
Yo le sonreí porque solo era un inocente crío.
Guillermo Arquillos — 07/05/2023
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