LA CONVERSACIÓN CON EL CARTERO

 



LA CONVERSACIÓN CON EL CARTERO

 

Un par de tipos, con músculos de culturista y guantes de cuero, golpearon la puerta del bloque. Arcadio, asomándose al balcón, vio que dos vehículos imponentes estaban parados en la acera: un cuatro por cuatro blindado y una limusina negra, descomunal. ¿Para qué leche querrá alguien una cosa tan grande?», pensó Arcadio.

Arcadio nunca tuvo grandes ambiciones. Los vecinos del pueblo sabían que podía conseguirles algunas cosas, pero nadie se consideraba su amigo. Un día, Jonás, el cartero, llamó a su puerta. Arcadio había dicho que estaba esperando un paquete importante, un libro colectivo de relatos en el que participaba.

Cuando subió el cartero, tropezó con el último peldaño y cayó delante de la puerta del piso de Arcadio. Al golpear contra el suelo, el paquete que traía se abrió. Los hombres se miraron un instante en silencio. No comentaron nada, pero Jonás se quedó pensando: «¿Para qué leche querrá alguien como Arcadio, una pistola?».

Los matones seguían golpeando la puerta.

—Jonás quiere hablar contigo, gilipollas —gritaron—. Baja ahora mismo o subimos nosotros a por ti.

Arcadio tardó un minuto en bajar e inmediatamente lo empujaron al interior de la limusina.

—Hola, Arcadio, ¿qué tal estás? —dijo Jonás.

—Guau, ¡se ve que te va de puta madre, tío! ¡Qué pasaaaaada! —Arcadio había empezado a ponerse muy nervioso.

—Sí, ya ves, no puedo quejarme; pero ¿sabes por qué me va así de bien, verdad?, Porque eres un cabrón. Me va fenómeno porque pusiste una queja cuando se rompió el paquete que te traía. ¿Sabes? Me terminaron suspendiendo de empleo y sueldo. ¡Vaya putada! Un cartero sin poder ejercer... El día que me llegó la comunicación pensé que ya no volvería a trabajar nunca.

Arcadio sonrió con cierta tristeza.

—Entonces me pregunté otra vez por qué demonios tendrías tú una pistola. Empecé a hablar con unos y a otros y me enteré de qué banda dependías. ¿Sabes? Desde hace algún tiempo yo también pertenezco a la misma banda. Pero resulta que ahora los jefes me han dado la exclusiva del negocio de la cocaína para toda esta comarca.  Así que ya sabes, Arcadio, tu trabajo aquí se ha acabado.

Arcadio torció la boca, estaba abrumado. Un conductor detrás de ellos tocó el claxon y los matones se le encararon gritándole que se fuera.

—Desde que soy de la banda, he progresado un montón, tío. He ascendido mucho y más que voy a prosperar en cuanto tú te largues. Así que me quedo con toda la zona. No estoy dispuesto a permitir que un mierda, como tú, me arruine una parte del negocio.

—Pero yo llevo años aquí. Tengo mis derechos...

—Y yo tengo a esos dos matones que son amigos míos y me tienen mucho cariño. ¿Sabes? Ellos son mis derechos. ¿Qué te parece?

Diez minutos más tarde, Arcadio estaba intranquilo en su sofá. Había colocado la pistola en la mesa y la miraba fijamente.  El dilema que le había planteado el antiguo cartero era muy simple: o se marchaba y le dejaba el pueblo entero para traficar él solo con la cocaína, o vendrían a por él los matones. Tenía veinticuatro horas para decidir.

Arcadio pensó que el antiguo cartero no daba importancia a la pistola. Se la había mandado la banda por si las cosas se ponían feas, aunque no sabía bien cómo se usaba. Ahora las cosas se le habían puesto feas. Arcadio temblaba, tenía mucho miedo. Se sentía frustrado, inútil y acabado.

Todos los vecinos de Arcadio, un minuto después, oyeron un disparo.

 

© Guillermo Arquillos — 15/05/2023


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