A vida o muerte

 





A vida o muerte


—Le tengo miedo a la muerte. Te lo he dicho muchas veces —dijo ella.

Él miró el reloj de la pared. No paraba de avanzar. Entonces decidió que iba a respirar sin hacer ruido. «No quiero despertar esas agujas y que se pongan a correr. Quiero tiempo, quiero tiempo» —se dijo.

—Han venido preguntando por ti, ¿sabes?

Ella, desde la cama, lo miró con unos ojos enormes, como rosetones de una catedral. Él notó que se colaba en sus huesos el frío de un templo sin gente. Se fijó un instante en el gotero y lo odió.

—¿Quiénes?

—Los del trabajo, ¿cómo no? Querían desearte que todo vaya bien. Me han dicho cosas así… —No podía contarle que varios compañeros hasta se habían echado a llorar. Algunos parecían que iban a desmoronarse. Ellos también.

Le acarició las manos. Las tenía frías, ¡qué novedad! Si no sintiera aquellos trozos de hielo en los que terminaban sus brazos, pensaría que alguna enfermera le había cambiado a su mujer por la noche.

—Y tú, ¿qué le has dicho?

—Que estabas durmiendo, pero que estabas tranquila.

—¡Eso no es cierto, Jorge! ¡No estoy tranquila!

Parecía enfadada. «Eso es, Mari, cabréate ahora conmigo por una chorrada y así, si todo sale mal, el último recuerdo que me quedará de ti será el de una pelea. ¡De puta madre!» —pensó.

Pasó un segundo en el que él se miró de nuevo en aquellos ojos que llenaban todo su rostro. No veía su reflejo. Solo estaban llenos de miedo.

El reloj se había empeñado en correr, el muy gilipollas.

—No me quiero morir, no me quiero morir. Jorge, por favor, ¡no me quiero morir! ¡Soy todavía muy joven!

«Treinta y siete. Vaya mierda. Y la chiquilla, con la abuela».

—No tienes nada que temer. No hay miedo. No hay peligro… —dijo él. 

Se incorporó. La abrazó y los dos se pusieron a llorar un rato.

—Sí, Jorge, esta vez sí hay peligro. Tú sabes que hay peligro —dijo ella.

La apretó con más fuerza.

—¿Crees en la otra vida, Mari?

No paraban de llorar y de beber lágrimas.

—Sabes que sí, cariño. Tiene que haber otra vida después de esta. Lo creo firmemente.

Llamaron a la puerta. Sin esperar respuesta, un celador o un quién sabe qué, metió la cabeza en la habitación y voceó con medio cuerpo fuera:

—¿La han afeitao ya?

Jorge pensó en la delicada sutileza de aquel hombre. Se notaba que había trabajado en casa del embajador. Seguro que era el que servía los Ferrero Rocher cuando iba la Preysler.

—¡Sí, coño! —gritó María con una voz ronca y sin mirarlo—. ¿No tiene ojos en la cara?

Estuvo a punto de llamarlo imbécil. El hombre, entonces, dio un portazo que sonó muy seco. Ni hola, ni adiós.

Jorge la abrazó con más fuerza, hasta casi hacerle daño.

—Pues si hay otra vida, cariño, ¿quién coño va a ir al Cielo si no eres tú?

Ella no solo lloraba, ahora tenía una especie de hipo, que hacía vibrar sus pechos debajo de aquella delgada bata. Sus ojos ya no podían tener más lágrimas y su cuerpo tenía que expulsar parte de la pena.

—Y si no la hay, la cosa será como dormir. Dormir como cada noche. Dormir para siempre —terminó diciendo él.

Jorge se sintió ridículo. Sus palabras le habían sonado a poesía, y la poesía le parecía una caricatura de la realidad.

Se despreció.

Se secó los mocos con la parte de atrás de la mano.

—No seas guarro, Jorge, que me estoy dando cuenta.

—¿Guarro? ¡Yo no soy un guarro!

Se quería hacer el simplón, pero la respuesta no sonó convincente. 

Y se echaron a reír. 

Primero fueron unas risitas de ella, después risas decididas de ambos, un minuto más tarde llegaron las carcajadas. Reían y reían y reían sin control. Se abrazaban. Se estrujaban.

Sonó de nuevo la puerta:

—Buenos días —dijo el celador—; como ya está preparada, la vamos a ir bajando a quirófano.

—Déjeme que me despida de ella —protestó Jorge. 

—Como usted quiera.

Y se besaron de nuevo. El mayor beso de toda su vida. El más importante. María podía haber muerto asfixiada por culpa de aquel beso. De hecho, estuvo a punto.

—Adiós, cariño, te quiero.

—Hasta luego, cariño, todo va a salir bien. Tranquila. Todo va a salir bien. 

El celador arrastró la cama hasta sacarla al pasillo.

Jorge no se pudo contener y lloró como nunca había llorado.

—En la cabeza, coño, ¡tenía que ser en la cabeza! —dijo en voz alta.

Le entraron muchas ganas de orinar. 

Dio un puñetazo en la pared y se puso a temblar.


© Guillermo Arquillos
Año 2022. Abril, día 24



Comentarios

Entradas populares de este blog

Chispas

A, DE ASESINO

O, de odio