VENDETTA

 




VENDETTA (parte I) --- (1/4)

Nuria Catòja

 

Lorano, cerca de Cosenza, Calabria. Año 2001.


—Mamá, yo quiero morir de vieja —dijo la niña.

La madre estaba cansada de escuchar día y noche las mismas cosas en calabrés y en italiano: «La sangre clama justicia. Il sangue grida giustizia». «¡La sangre, la sangre…».

—Yo quería mucho a Guido. Y Guido no era viejo. —La cría clavaba sus ojos verdes en el vacío.

La mujer no sabía qué decir a su hija. La quería con todo su corazón, como un regalo que le hizo Dios cuando ya ella no tenía edad: con su cabello rubio, su piel clara y su carácter dulce.

Estaba destrozada: hacía dos años habían asesinado a Martino, su marido. No lo entendía, simplemente no comprendía que las costumbres salvajes de aquellas gentes que vivían en Lorano justificasen tantas muertes, tanta sangre.

Venganza, tras venganza; cadáver, tras cadáver. ¿Cómo iban a superar aquella espiral macabra? La mayoría de los crímenes eran ordenados por la omnipresente ‘Ndrangheta, la que decidía cómo debían vivir los hombres, a quiénes debían obedecer y cómo debían morir. Pero además estaban los conflictos entre las familias, todavía más sanguinarios, más cainitas. Todos los consideraban asuntos particulares. Nadie intervenía.

Guido, al que habían asesinado hacía menos de un mes, fue el gran amigo de la familia Catòja. Cuando la sequía de hacía años, Martino y él encontraron el modo de sacar adelante los cultivos y los olivos. Y se habían defendido como hermanos ante la ‘Ndrangheta cuando los acusaron con falsedades.

Guido estaba dispuesto a dar la vida por su amistad. Pero a Martino le habían puesto una bomba en el coche. Ahora también a Guido lo habían matado. Le habían disparado una bala expansiva y le habían cortado la oreja derecha. Era un signo claro de la vendetta en aquellas familias. Las venganzas pueden quedar aletargadas mucho tiempo.

Desde que acabaron con Martino, Guido entraba en la casa como si se tratara de un hermano que se hace cargo de la cuñada viuda y de la niña. Sobre todo, de la niña. La chiquilla tenía pesadillas casi a diario. Estaba impresionada con aquellas muertes y repetía que quería morir de vieja.

—Mamá, ¿me ha salido bien la manzana?

—Sí, hija, es preciosa. ¿Y qué vas a pintar ahora?

—Creo que voy a pintar el cielo, donde están papá y Guido. — Y eligió la cera de color añil.

—¡Pero ese no es un color bonito para el cielo! Prueba con este… —y le señaló uno más claro.

—Gracias, mamá.

La mujer volvió a entrar en la casa.

Aquellas fueron las últimas palabras que habló con su hija.

 

A mediodía vinieron los carabinieri y le dieron la noticia. La madre, que creía que Nuria seguía en el jardín, se enteró de que habían encontrado su cuerpo en una cuneta y no paraba de repetir: «Si la he dejado hace un rato pintando…, si estaba pintando…».

Nueve años. Al parecer, un solo disparo. Le habían cortado la oreja derecha, como habían hecho con Guido, como antes hicieron con el cadáver destrozado de su marido.

 

Adriano apareció hecho una furia. No había consuelo para él. Tardó en venir, porque estudiaba en el seminario de Cosenza hacía ya cinco años.

Ci vendicheremo, mamma. Non possiamo lasciare le cose così —dijo en italiano.

—No, Adriano. Per carità, per carità. No debe haber vendetta. No más sangre. No más muertos.

—¿No entiendes italiano, mamá? Debemos vengarnos. Las cosas no se pueden quedar así. Su sangre clama justicia.

—¿Y lo dices tú, Adriano? ¿Precisamente tú? ¿Eso es lo que estás aprendiendo? —La madre no se lo podía creer—. A nadie le duele más que a mí lo que le han hecho a tu hermana, pero debemos perdonar, debemos olvidar. La sangre no puede llamar a más sangre. Nunca acabaremos… A tu padre lo mataron porque se había vengado. Guido también murió porque se había vengado.

—¿Y Nuria? ¿De quién se había vengado Nuria? —Se levantó.

Dio un puñetazo contra la pared.

—Por favor, Adriano, prométeme que no te vengarás. No, mientras yo viva. ¡No! Porque irán también a por ti. Y yo ya no podré vivir sin mis dos hijos.

El joven se sentó en suelo. No paraba de llorar. No podía dejar de llorar. Estuvo unos minutos en silencio bebiéndose sus lágrimas. Su madre le acariciaba la cabeza. Sollozaba. Gemía. Casi no podía respirar.

—Te lo prometo, mamma. Prometto. —Levantó la mirada buscando los ojos de la mujer—. Mientras tú vivas, no me vengaré.

En el salón, quedó la marca del puñetazo del hermano. Un testimonio permanente de que la vendetta quedaba aplazada por aquella promesa.

 

(Fin de la primera parte)

 

 

VENDETTA (parte II) --- (2/4)

Luciano Sottoscala


Comisaría de Grand Street, Nueva York. Año 2021


—De modo, amigo Luciano…

—…padre, Luciano. Padre Luciano Sottoscala, si no le importa.

El policía levantó los ojos de la carpeta y lo miró fijamente.

Amigo Luciano —repitió, cortante—. Y sí, sí me importa, señor Sottoscala.

Hubo unos instantes de silencio y el sacerdote preguntó:

—¿Cuál es la causa por la que estoy aquí?

—Ya lo sabe, buen hombre. Es usted sospechoso de asesinato, amigo. Tiene usted derecho a la presencia de un abogado.

El religioso no hizo ningún caso. Se oyó una sirena pasar por la calle.

—Tengo que ir al servicio. A orinar.

—Si no puede aguantarse, le traemos una botella y mea aquí mismo —dijo el policía—. Pero de aquí no sale, buen hombre. No, hasta que no aclaremos algunas cosas.

Lo miró fijamente.

—Le vuelvo a pedir, y se lo agradecería, que me llamara padre, como hace todo el mundo —dijo el cura.

—A ver, amigo Luciano, sería estupendo que tuviera clara una cosita. En esta comisaría, usted es uno más. Si usted fuera el Papa de Roma, yo le llamaría amigo Francisco. Sus jodidas costumbres católicas se las guardan ustedes para las parroquias de la Little Italy o para Calabria. Aquí usted es como todo el mundo. ¿Entendido?

El sacerdote, con un gesto de su boca, miró hacia el enorme espejo de la pared lateral, que era de color azul claro. Le pareció curioso que, en una sala de interrogatorios, se viera un pedazo de cielo.

—Por cierto, ¿por qué se vino usted de Calabria con lo bien que se vive allí, con su calorcito, sus vendettas y su jodida ‘Ndrangheta?

—Me lo ordenaron. Yo también tengo superiores; como usted, ¿sabe?

—¡Vaya! Superiores…

—Había que atender espiritualmente a estos buenos católicos y me mandaron que viniera.

—Sí, sí, buenos católicos. Buenísimos. Expertos en cortar orejas derechas.

Se miraron a los ojos. Apretaban los labios y se retaban con la mirada.

—De acuerdo, amigo —dijo el oficial—. Usted fue la última persona con la que vieron a los tres asesinados: a Don Massimo, a su esposa Martia, y a su hija Lucía.

—Es cierto que, al terminar el homenaje a Don Massimo, les acompañé a su casa. Me une a ellos una profunda amistad.

—Le unía —le corrigió.

—Sí, es verdad, me unía.

El policía carraspeo:

—¿Sabe? Le voy a hacer una confidencia que quizá le interese: solo tenemos sospechas sólidas de usted y de un tipo un poco payaso que viste trajes llamativos. Al homenaje fue con uno de color añil.

—El Rubio Lucca.

—Se ve que lo conoce.

—Son mis feligreses. Tengo que conocerlos a todos. Es mi obligación.

—Sus feligreses. ¡Vaya! Buena gente, buena gente

Tamborileó un momento con sus dedos en la mesa. Era evidente que el policía estaba pensando en algo. Su cara era la de alguien que está confuso, indeciso.

—¿Usted de dónde es, amigo Luciano?

—De Lorano,

—¡Vaya, qué casualidad! De Lorano. Por lo visto, toda Italia ha nacido en ese maldito Lorano. Como don Massimo, su mujer y el rubio ese, como se llame.

Y continúo:

—Voy a ser totalmente sincero con usted. Aunque no tendría por qué serlo, naturalmente.

—Se lo agradeceré.

—¿Sabe quiénes somos nosotros? —no le dio tiempo a contestar—. Nosotros somos los buenos. Y ustedes son unos jodidos espaguetis que han venido de su maldita Calabria a que nuestros hijos no puedan salir tranquilos del cole y a que los comerciantes no puedan vender tranquilos en el barrio. Nosotros vamos a pillar a los malos. Porque es nuestro oficio. Y ahora creemos que usted es el malo. Por muy religioso que sea y por mucho que se gaste en velas para su parroquia.

—Y, ¿por qué creen que yo los iba a matar? Don Massimo era amigo mío. Y yo soy sacerdote.

—Sí, sí. En la Iglesia Católica también hay manzanas podridas. Muchas. Eso ya me lo sé yo.

Volvió a golpear la mesa con sus dedos. Miraba a la pared del fondo.

—¿Dónde está su sotana? ¿Ya no usa sotana?

—Solo tengo una sotana. Son muy caras. Normalmente llevo una de estas camisas con alzacuellos. La gente las llama clériman.

—Pero a la cena y a la casa de Don Massimo usted fue con la sotana puesta. Lo vieron varios testigos.

—Sí. La llevaba. Don Massimo me invitó a que fuera con ellos a su casa después de la fiesta. Yo, naturalmente, fui al homenaje con la sotana —dijo—. Don Massimo quería comentarme algo. Al llegar allí, preferí ponerme cómodo, en mangas de camisa, porque me sentía como en casa, y me la quité. Da mucho calor y solo tengo una, ya se lo he dicho. La uso lo menos posible, para que no se estropee ni se manche.

—Es usted cuidadoso con la ropa. ¡Vaya! Tomaré nota.

Fue a apuntar algo en un folio de la carpeta, pero el bolígrafo no escribía. Soltó un taco y buscó en un bolsillo del pantalón. Tardó un momento en encontrar otro bolígrafo y escribir unas palabras.

—Una pregunta: ¿No sabrá usted de alguien que se dedique a cortar orejas derechas de chiquillas de doce años, verdad?

 

(Fin de la 2ª parte)


VENDETTA (parte III) --- (3/4)

Sospechas

 

—Se lo pregunto, más que nada, porque a la hija de Don Massimo le cortaron la oreja derecha. Todo un detalle.

El sacerdote hizo un extraño gesto.

—Eso parece una jodida vendetta de sus jodidas familias calabresas.

El policía lo miraba fijamente, buscando el más mínimo gesto que pudiera interpretar de algún modo, pero el párroco solo estaba teniendo reacciones totalmente lógicas.

Carraspeó y volvió a mirar la carpeta amarilla que tenía abierta en la mesa, durante unos instantes. Se pasó el dedo por el ojo.

—Quiero decir: de alguien que se dedique a hacer vendettas de mierda, cualquiera sabe por qué jodida causa.

El padre Luciano mantuvo la mirada fija en la pared del fondo de la sala. Parecía que estaba reflexionando.

—Le voy a hacer otra confidencia. Me cae usted bien, amigo Luciano.

Se alisó el pelo. Volvió a sonar otra sirena en la calle.

—El rubio ese, el rubio como se llame…

—…el Rubio Lucca.

—Pues eso, el Rubio Lucca es el otro sospechoso. Amenazó públicamente a Don Massimo en la fiesta del homenaje que le dieron anoche. Delante de todo el mundo…

—… sí. Fue una situación muy desagradable. Lo acusó de que los amigos de Don Massimo habían acabado con uno de su familia, hace años. En realidad, nadie pudo encontrar al culpable de aquella muerte. Y lo que hizo el Rubio fue insultarlo porque lo acusó sin ninguna prueba.

El policía se quedó pensativo.

—Se lo pasan ustedes estupendamente, ¿eh? Con sus muertos, sus acusaciones, sus venganzas, sus extorsiones. En fin, que están ustedes muy entretenidos todo el día. ¿No sería mejor que aprendieran a hacer crucigramas? Son muy divertidos. Y menos sangrientos, ¿no le parece?

—Usted no comprende la manera de ser de mi Calabria.

—No comprendo… ¡vaya! No comprendo su Calabria.

El policía se atusó una ceja.

—Pero el rubio ese tiene una coartada perfecta: se pasó toda la noche en una comisaría. Lo pillaron conduciendo borracho a la salida de la cena. Lo tuvo un poco difícil, ¿no cree?

—…

—Y, luego está su maldita sotana. La estamos analizando. Quiero decir, estamos analizando las manchitas que tiene. Yo me imagino que es sangre. Y me imagino que es sangre de Don Massimo, de su esposa, de la niña o de los tres.

—¿Está usted diciendo que yo los maté?

—No. No, no. ¡Qué va! Ni mucho menos. Seguro que usted pasaba por allí y es usted tan inocente como un bebé recién nacido. Una criaturita de Dios, vamos.

—Y si cree que los maté, ¿por qué no acaba con esto de una vez?

—Porque me falta la causa, buen hombre. No sé por qué coño acabó con las vidas de estos tres espaguetis y le cortó la oreja a la niña. ¿No podría usted ayudarme un poco? Al ritmo que vamos, hoy no llego a casa para comer…

Sacó una pequeña manzana verde del bolsillo y la puso sobre la mesa. La miró y dijo:

—¡Vaya! No me gusta pasar hambre a mediodía. ¿Y a usted?

A Luciano no le hizo ninguna gracia aquella observación.

 

El resto de la mañana el interrogatorio no avanzó en absoluto, y tuvieron que parar para tomar cualquier cosa.

El sacerdote se cerraba en banda y no quería colaborar de ninguna manera. Aquello no hacía más que aumentar las sospechas de la policía. En realidad, parecía increíble que un sacerdote, amigo de la familia, hubiera aprovechado que Don Massimo lo invitara a su casa para acabar disparando sobre los tres y cortando la oreja derecha a la niña.

 

Había muchas cosas que no estaban claras: ¿Qué era aquello tan importante que tenía que hablar don Massimo con el cura? ¿Por qué los terminó matando? ¿Cuál era la causa de que el único cadáver al que le faltaba la oreja derecha fuera el de la niña? ¿Es que se estaba vengando de una niña de solo doce años? ¿Si era así, de qué se estaba vengando? Y, sobre todo, ¿cómo podía ser que un sacerdote católico pudiera vengarse y terminara matando a tres personas. ¿No se suponía que los religiosos predicaban el amor al prójimo? ¡Bonita manera de dar ejemplo de amor!

Además, si últimamente no había habido ninguna muerte entre los calabreses, ¿a qué venían ahora aquellos asesinatos?

Por la tarde, un equipo de ocho policías estuvo buscando información sobre Calabria, sobre Lorano, sobre Luciano Sottoscala y sobre don Massimo. Usaban internet, donde se supone que se almacena todo. Se pusieron en contacto con los carabinieri, la policía italiana, por si les podía pasar información.

Aquella misma mañana, en otras salas, ya habían estado interrogando a posibles testigos o a calabreses que los pudieran orientar sobre alguna pista. Había que resolver el caso cuanto antes porque, de no hacerlo, se avecinaba una oleada de sangre y de vendettas en cadena que podían dejar despoblada aquella parte de Nueva York.

Hacia las seis de la tarde, uno de los policías levantó la voz en la sala de instigaciones para que lo oyeran el resto de sus compañeros, cada uno sentado en su ordenador y con su teléfono.

—Esta gente habla en calabrés entre ellos. Quiero decir: aunque entienden y usan el italiano, usan el jodido calabrés, ¿no?

Alguien, al fondo contestó:

—Sí. El calabrés.

—¡Ya lo tengo! ¡Está tirado, joder! Más fácil y nos trae una foto matándolos.

 

(Fin de la tercera parte)

 

 

VENDETTA (parte IV) --- (4/4)

Nuevo interrogatorio

Volvieron a llevar al sacerdote a la misma sala. Esta vez, no le quitaron las esposas. Al contrario, con ellas puestas lo inmovilizaron uniéndolo a una cadena que salía de una pata de la mesa.

Lo hicieron esperar unos minutos. Era la práctica habitual.

De pronto, entró el policía que llevaba el caso y se sentó frente a él. Sin decir palabra, puso en marcha el aparato de grabación.

—¿Ha comido usted bien, amigo Luciano? —dijo, cuando todo estaba preparado.

El sacerdote no contestó.

—¿Y va a colaborar con nosotros?

Tampoco respondió esta vez.

—Por cierto, amigo Luciano, siento mucho lo de la muerte de su madre.

—Muchas gra…

El sacerdote se quedó petrificado. Era consciente de lo que acababa de pasar. Mientras no tuvieran un motivo, todas las pruebas contra él eran circunstanciales. Ningún tribunal podría condenarlo. Nada era concluyente.

Pero aquella respuesta cambiaba las cosas.

—Nos acaba de confirmar todo, buen hombre. Muchas gracias.

El policía sonrió.

—Nos costó encontrar el motivo, la verdad. Pero mis compañeros son unos fieras. ¿Sabe? En internet hay incluso diccionarios de calabrés al italiano. Hay de todo. Hasta los periódicos de Cosenza de hace tres días se pueden consultar. Y luego está la policía italiana, los carabinieri. Unos profesionales esta gente —continuó, aclarándose la voz—, son capaces de consultar los archivos bautismales de la parroquia de Lorano en menos de una hora. Además, pueden revisar los libros de calificaciones del seminario de Cosenza con una clave que solo ellos conocen. Sí. Son unos fieras. Unos verdaderos profesionales.

El sacerdote hizo una mueca de desagrado.

—Solo una cosa me falta: ¿por qué mató don Massimo a ese familiar del Rubio hace casi veinte años?

—Porque sabía quién era. Había venido de Lorano un poco antes que él. Y tuvo que matarlo.

—No entiendo. Pero ahora me lo aclara, si acaso. Tampoco creo que sea tan importante.

Miró a la pared color azul cielo. Sabía que los compañeros lo estaban mirando a través del espejo del lateral. Quería lucirse arrancándole la confesión al sacerdote.

—De modo que su madre murió hace tres días.

—Estaba muy enferma. Y sí, murió hace tres días.

—La señora… Ángela Somaro in Catòja, viuda de Martino Catòja.

—Eso es.

—Y catòja en calabrés se traduce por sottoscala en italiano.

—Correcto.

—Que curiosamente, es su apellido, amigo Luciano.

El párroco hizo un gesto de desagrado y dijo:

—Por favor, padre Luciano.

Amigo Luciano, en la cárcel no creo que tengan mucho aprecio por asesinos de niñas de doce años. O, al contrario, igual les da a los otros presos por hacerse amigos suyos, usted ya me entiende… —y continuó—. Yo que usted, colaboraría lo máximo posible con la policía para que el fiscal rebaje la pena y pueda mantener sus nuevas amistades el menor tiempo posible.

El sacerdote asintió con la cabeza. Era una afirmación y un signo de derrota.

—Hace veintidós años, por unas peleas entre familias, mataron a su padre, Martino. Desde entonces, Guido, el mejor amigo de la familia, se hizo cargo de ayudarlos. También lo mataron dos años después. A su hermana Nuria, se la llevaron, la mataron y le cortaron la oreja, en un claro signo de vendetta.

El párroco asintió:

—Tenía solo nueve años. ¡Solo nueve! ¡Figli di puttana! —dijo, mientras apretaba los puños.

El policía se detuvo un instante y vio cómo los ojos del religioso se humedecían.

—Por entonces, a usted le llamaban Adriano y estudiaba en el seminario de Cosenza.

El padre Luciano contestó con rapidez:

—Mi nombre de bautismo es Luciano Adriano, aunque en casa siempre me llamaron Adriano.

—Sí, sí. Eso lo hemos visto en los libros de la parroquia y en los de calificaciones del seminario. Toda esta información nos la han pasado desde Italia. Estos carabinieri son magníficos. Nosotros solo nos dimos cuenta de que catòja, que es una palabra del jodido calabrés ese que se dice sottoscala en italiano. A partir de ahí todo ha sido muy fácil.

Pensó un momento:

—¿Cómo es que don Massimo tenía una hija tan pequeña, teniendo ya setenta años?

—Era adoptada. Fueron a Lorano y adoptaron.

—Sí, claro, a Lorano, ¿cómo no? —dijo el policía. Y añadió—: Otra pregunta: ¿por qué mató don Massimo a ese familiar del Rubio?

—Porque sabía que don Massimo había matado a mi padre y a Guido. Y sabía que quedaba un hijo varón en la familia: yo. Si los localizaba, tendría que acabar con ellos. La sangre clama justicia. Mi vendetta era obligada. Es la ley.

—¿Por encima de la ley de Dios?

—La vendetta es la máxima ley.

El policía movió la cabeza de un lado a otro.

—¿Y por qué ha esperado tanto tiempo para vengarse de don Massimo?

—Se lo prometí a mi madre cuando mataron a mi hermana: mientras ella viviera no me tomaría venganza. Hasta que no ha muerto, no he podido.

—Supongo que la venganza fue sobre la niña de Don Massimo, porque lo que usted vengaba era el crimen de su hermana.

—Y el de mi padre y el de Guido. Por eso los maté.

—¿Y por qué lo invitó don Massimo a su casa después de aquella cena?

—Me dijo que me olvidara de todo, que había pasado demasiado tiempo y que yo, sacerdote, no podía vengarme. Me prometió dinero. Quería que olvidara la vendetta. Se confió. Pero es muy fácil conseguirse un arma en la Little Italy. Incluso para mí. Además, nadie cacheó a los sacerdotes en el homenaje a Don Massimo.

Miró la pared del fondo. Quedó pensativo un instante y dijo:

—Las venganzas pueden quedar aletargadas muchos años.

El policía reflexionó.

—Es usted todo un personaje, padre Luciano.

—¿Ahora me llama padre?

El policía sonrió.

—La sangre clama justicia. Il sangue grida giustizia. Es la ley —dijo el sacerdote.

 

EPÍLOGO

En Lorano, el pequeño pueblo de Calabria, alguien reparaba una pared con un poco de yeso. Estaba sonriendo mientras pensaba: «Parece como si le hubieran pegado un puñetazo».

© Guillermo Arquillos

Año 2022. Febrero, 28

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