Medio borracho

 



 Medio borracho


Estaba medio borracho. Bueno, no estaba borracho pero, como si lo estuviera. Todavía mejor: estaba en ese Nirvana donde uno no siente dolor, donde te das cuenta de que todo el mundo es bueno, de que quieres abrazar a las personas y de que el Universo es perfecto.

Con algo de mareo, eso sí. Me desperté con algo de mareo. No me dolían las piernas, de modo que me armé de valor y reuní toda la fuerza que pude.

Empecé a temblar. Estoy seguro de que me puse a sudar como un pollo. ¿Miedo? No, que va. No tenía un miedo cualquiera. Tenía pánico, pavor, horror… lo que se dice vulgarmente “me cagaba por la pata abajo”. Apreté los dientes. Y los puños. Miré al techo, a la lámpara y me di cuenta que a mi lado había otro tío tumbado. Agradecí que estuviera durmiendo porque, si aquello salí mal, me iba a echar a llorar. Sí. Seguro. Me iba a echar a llorar.

Miré otra vez al techo, me encomendé a unos doscientos o trescientos santos. Y… lo intenté. ¡A la primera! Los dedos de mis pies se movieron al primer intento. Y no me dolían.

—Enfermera, por favor —dije.

Una de dos, o las enfermeras de las salas de recuperación son seleccionadas entre las más duras de oído del hospital o es que no me salía la voz del cuerpo. Bueno, a lo peor no me salía la voz del cuerpo. Ni siquiera estoy seguro de si me oía yo a mí mismo, de lo bajo que hablaba.

—Enfermera, por favor —repetí intentando hablar con una voz fuerte; una voz “de hombre”, como decíamos antes.

Se ve que no me salió voz de hombre. A lo mejor fue la de un chiquillo de meses. O lo que pasaba es que efectivamente la enfermera estaba sorda.

¿No sería mejor ponerse a berrear como un chiquillo?

—Enfermera, por favor, coño —grité.

Las palabrotas son la pronunciación andaluza de los signos de puntuación. Cuando llamamos a alguien que está lejos, por ejemplo, no le decimos «oye», sino «¡oye!» y hay que pronunciar el signo de admiración: «¡Oye, joer!», o bien «¡oye, leche!». Entonces nos oye.

Pero ese gracejo andaluz no lo pillan en otras partes de España y la enfermera, como comprobé más adelante, no era andaluza.

Se acercó con cara de enfadada.

—¿Qué hace despierto? —me preguntó—.

—Pues yo qué sé… por aquí que pasaba…

—Tiene que volver a descansar, son órdenes del doctor.

¡Mierda! —pensé para mis adentros esta mujer quiere que duerma en sus brazos. O peor aún, quiere que me duerma con lo que me va a meter en mi brazo, o en el gotero.

—¡Un momento, un momento! ¿Puede hacerme un favor?

Me miró con cara de profesor de matemáticas cuando se da cuenta que los alumnos de la ESO no se saben la tabla. O peor aún, los de bachiller.

Se lo pedí una y otra vez. Se lo rogué. Le supliqué. Le lloré. Le prometí una finca de olivos, pero ella era vasca y no le tiene aprecio a las aceitunas.

—Eso es una irregularidad.

—Joder, con las irregularidades —le dije.

Me salió del alma.

Tanto le insistí que, por no oírme, terminó llamando.

—¿La quinientos dieciocho, verdad?

—…

—¿Es usted la mujer de Guillermo?

—…

—Pues nada, que se ha despertado y me ha insistido en que la llame. Me ha dicho que la operación ha sido un éxito, dice él; que no le duele nada  y que puede mover los pies como si nunca los hubiera tenido mal. ¡Ah! y que, por fin, se han despertado los dedos de los pies. Después de tanto tiempo.

—…

—¡Pues ya lo creo, señora, sí que es bueno!

—…

—Él también me ha dicho que la quiere mucho y que no se vaya a ninguna parte, que está ocupado pero que ahora sube. En realidad, le queda un poco. Ahora lo tenemos que volver a dormir hasta que diga el médico.

—…

—Sí. El doctor ha dicho que la operación ha sido un éxito, que esta noche pasa planta y lo ve. Pero que ha salido todo muy bien.

Luego dicen que no hay ángeles en la Tierra.

Me quedé dormido otra vez. Descansando del esfuerzo o de la morfina (o de lo que fuese que me habían puesto).

 

Esto no es un relato. Esto es una crónica de lo que sucedió en la sala de recuperación del hospital el dieciocho de febrero de hace diecinueve años. Diecinueve años exactos que me he librado de la silla de ruedas de por vida. Diecinueve años que un equipo de neurocirugía me puso cuatro tornillos tamaño XXL, una prótesis de  por vida (interna) y unos amortiguadores, cambio de aceite, neumáticos y puesta a punto.

Unos fieras, que se dedican a hacer que la gente pueda vivir sus vidas. Y luego, nosotros nos metemos con ellos por cualquier chorrada.

De todas formas, a mí dadme médicos así, de hospitales españoles. Los prefiero mil veces a las sillas de ruedas que puedan aguantar cuerpos de casi dos metros y ciento treinta kilos (que pesaba yo entonces).

Por lo visto, todos entendemos de medicina. Con un par.

Diecinueve años sin silla de ruedas. Y la guerra que me queda por daros.

 

 

© Guillermo Arquillos

Año 2022. Febrero, 18

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