La caza (parte I)


selva amazonica

 La caza (parte I)

El cazador se internó en aquella selva. La conocía como si fuera su propia casa.

Había estado esperando la ocasión durante varias horas porque el paso del río estaba vigilado y, si no se atravesaba en aquel sitio, era necesario remontar la corriente o seguir el curso del agua una gran distancia antes de poder cruzar. No disponía de tanto tiempo: el cliente había sido muy tajante cuando le impuso las condiciones: la presa tenía que ser entregada viva antes de la puesta del sol.

El cazador se imaginaba el porqué de tanta urgencia, pero no quería hacer caso a aquellas ideas: él solo era un empleado, un simple trabajador. No se consideraba la persona más adecuada para juzgar los planes del cliente y determinar si eran moralmente aceptables o no.

«¿Moralidad?, ¡qué tontería! Lo que necesita uno es mucha faena» —se dijo.

Después de haber cumplido decenas de encargos extravagantes, uno más carecía de importancia. Él era un profesional. El mejor. Por eso lo buscaban los hombres más ricos del Brasil y tenía trabajo en abundancia.

Muchas veces había pensado en que algún día tendría un golpe de suerte, y con aquel encargo estaba bastante satisfecho. Si todo salía bien, se despediría de aquellos bosques, de aquellos ríos, de aquellas nubes de mosquitos y de aquellas cazas ilegales. Había decidido que se iría a vivir a un pequeño pueblo, donde no hubiera que matar más animales. Él amaba la selva y no le temía ni a las serpientes, ni a los sapos venenosos, ni a los nativos, aunque sabía que en muchos de aquellos poblados de aborígenes estarían deseando darle caza para comérselo medio crudo, como les gustaba, como ya habían hecho con varios conocidos.

Era consciente de que lo único que sabía hacer bien era cazar.

Tenía preparada el arma para disparar desde antes de que el guarda se alejara de su puesto solitario en la ribera. Bebió un poco de su cantimplora y continuó su camino con lentitud apartando maleza, fijándose con cuidado dónde ponía los pies, con los ojos muy abiertos y los oídos bien atentos a cualquier indicio de peligro. No se quería arriesgar porque, en aquella selva, casi todas las amenazas acababan de la peor manera posible.

 

Tan solo habían pasado siete horas desde que cazador cruzó hacia la selva.

Cuando llegó a la hacienda, los camareros estaban sirviendo la gran fiesta que había comenzado al medio día, con varios de los hombres de mayor fortuna del país. El Sr. Mauro Harris, el propietario, agasajaba a sus invitados con la mejor comida, los mejores vinos y la música más selecta. Cuando el sol se pusiese, todos estarían encantados con la sorpresa que tenía preparada.

Pero quien se presentó fue aquel guarda, no el cazador. Y venía corriendo, nervioso. Se había perdido varias veces por el camino. Los empleados, al verlo, lo llevaron al ala sur, la más alejada. Llamaron al señor.

Harris, que venía con un ayudante, traía las cejas arrugadas y las manos en la espalda. Apretaba con fuerza los labios.

—De modo que ha abandonado su puesto y ha venido hasta aquí —lo miraba con desprecio.

Sus planes no estaban saliendo como los tenía previstos.

—Efectivamente, Sr. Harris.

El guardia dudaba del tratamiento que debía darle. Sujetaba con ambas manos, la gorra de su uniforme. Tenía los hombros caídos y el rostro todavía mojado por el sudor.

—Yo había enviado a un hombre. ¿Qué sabe de él?

—Fue horrible, señor.

—¿Horrible?

—Espantoso. Sí, señor, ya lo creo. Espantoso. —Tragó un poco de saliva—. Aquel hombre se acercó a la orilla opuesta del río y me explicó que tenía órdenes de usted para hacer una caza muy especial. Me pidió a gritos que me acercara con la barca para que pudiera cruzar hasta este lado del agua. Que me diera prisa, porque estaba herido.

—¿Herido? —Harris levantó las cejas.

— ¡Oh!, sí señor. Ya lo creo. Muy herido. —Volvió a tragar saliva—. A su espalda comenzaron a oírse voces y gritos: eran los aborígenes de aquella parte del río y lo estaban persiguiendo. —Hizo una pausa—. Lo estaban cazando, señor.

Durante un momento el Sr. Harris pareció reflexionar. Pero el guarda volvió a hablar.

—Usted sabe, señor Harris, que las leyes prohíben ciertas cazas en la selva. Se consideran ilegales, señor.

Harris le clavó la mirada.

—Señor, yo tengo un sueldo miserable y debo mantener a mi mujer a mis dos chavales. —Sonrió—. Usted no sabe lo mal que lo pasamos… y, bueno, señor, la ley castiga con dureza ciertas actividades…

Harris entendía a la perfección lo que le decía el guarda.

—Está bien. Pero, antes de hablar de este asunto, cuénteme lo que ha sucedido con el hombre que yo envié.


(Fin de la primera parte)


© Guillermo Arquillos

Año 2022. Febrero, 17

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