Omar, el comerciante (Zulema II)
(Relato de 2700 palabras)
Nota: Este
relato es la segunda parte del titulado “Los pendiente. (Zulema I)”, que puedes
encontrar aquí http://www.megustaescribir.com/obra/leer/109049/los-pendientes o aquí https://aprendo-a-escribir.blogspot.com/2021/02/los-pendientes-zulemahabia-bajado-al.html
Quizá convendría que
lo releyeras. Este texto es una precuela de aquel otro...
Omar,
el comerciante (Zulema II)
Durante el caluroso día de la
víspera de nuestra fiesta, llegó a la aldea, montado en su viejo carromato, un
forastero de extrañas vestiduras azules.
Aquel hombre no pertenecía a
nuestra raza; sino que tenía la piel un poco más oscura, más tostada por el
sol. Recuerdo que su modo de hablar resultada extraño: se expresaba todo el
tiempo como si estuviera pensando en otra lengua y fuera traduciendo a la
nuestra; por eso sus palabras eran torpes y confusas.
Era un hombre mayor y yo supuse
que, por su edad, tenía que ser sabio. Me impresionaron, entre sus muchas arrugas,
sus brillantes ojos, castigados por el sol.
Una muchacha tan joven como yo
era en aquel tiempo, todavía no había tenido ocasión de ver muchos extranjeros
en la aldea. Alguna vez, en el mercado de las puertas de la ciudad, durante las
fiestas, habíamos visto a los que venían de lejos, de tribus remotas. Les
gustaba impresionarnos contando a las chicas relatos de animales gigantes e imaginarios
que mataban a las personas con unos cuernos que les salían de la boca o
pisoteándolos y aplastándolos contra las piedras. Pero, nos decían, «estad tranquilas; esas bestias nunca
cruzarán las grandes arenas: no podrán sobrevivir».
Aquel desconocido se llamaba
Omar. Pertenecía a una tribu en la que todos los varones visten de azul y las
casas, hechas de lona, son propiedad de las mujeres. Los hombres pastorean,
cazan, guerrean con otras tribus, pero pocas veces pasan varios días seguidos
con sus esposas.
Su carreta estaba cubierta de
abalorios y sartenes que colgaban de los costados. Se podía ver que
transportaba latas, arcones amontonados, cuerdas, telas, incluso figuras
decorativas. Era un desorden atractivo, como el de una persona experta en
colocar las cosas de modo que todas las mujeres nos fijáramos en lo que traía.
No solo
las muchachas nos preguntábamos quién sería aquel anciano. Recuerdo cómo salió
Yusuf, el tendero de nuestra aldea, a la puerta de su casa. Se puso la mano de
visera, a la altura de la frente y, mientras evitaba que el sol le quemara los
ojos, observaba el paso del carretón de Omar. Se oían cientos de cacharros de
cerámica que se golpeaban entre el crujido de las viejas maderas de las ruedas.
El rostro de Yusuf tenía marcadas arrugas y su semblante, de expresión dura, no
aventuraba que acogiera con benevolencia a aquel recién llegado.
Más tarde, supimos que había
ido al palacio del Visir a protestar por la presencia en la aldea de Omar. Se
quejaba de que el nómada no podía vender sus trastos ni sus ungüentos en las
calles, porque no aportaba impuestos para el tesoro del Visir como hacíamos
todos los buenos siervos de Alah. Los que allí vivíamos y los visitantes que
hacían negocios durante las ferias.
Desde el primer día de su
estancia entre nosotros, Yusuf odió en su corazón a Omar. Lo decía una y otra
vez en el colmado: «rezo todos los días
para que Alah lo mande al desierto de donde ha venido». Y así debía ser, porque
comenzó a ir a diario a la mezquita incluso fuera de las horas de oración, cosa
que antes nunca había hecho.
Omar levantó su pequeña tienda
en las afueras del pueblo, camino del palacio del Visir, cerca de la fuente
antigua. Allí íbamos muchas mujeres a llenar los cántaros y nos acercábamos a
saludarlo.
Pronto supimos que también era
un mago. Adivinaba el futuro, vendía ungüentos de excrementos de animales para
curar las heridas, profetizaba leyendo las manos y oraba a sus falsos dioses
para conseguir los deseos de las mujeres celosas. Alah lo confunda en el infierno.
No era un buen creyente.
A Chaymma le predijo, leyendo
unos posos de una bebida que se había tomado, que iba a quedarse pronto
embarazada. Y así fue. A mí me profetizó que iba a ser muy feliz con un marido
con el que mi padre me casaría y que la envidia de las mujeres me separaría de
él para siempre. Y así fue. Y a Aixa le anunció importantes sucesos que le
ocurrirían a su marido Mohammed. Pero Aixa, por alguna extraña razón, no nos
contó a las demás lo que le había dicho aquel mago.
Además, Omar vendía
encantamientos en pequeños pergaminos que las mujeres debían quemar en casa. Se
suponía que si los maridos bebían unas pocas cenizas mezcladas con el té, los
hombres serían siempre fieles a sus esposas y sus vidas serían felices durante
largos años.
Aquellos conjuros fueron una
revolución en la aldea y pocas mujeres se resistían a comprarlos. Pagaban mucho
dinero, además, por toda clase de ungüentos y pócimas.
La fama de Omar sobrepasó los
límites de la aldea y llegó al mercado de las puertas de la ciudad, donde
estaba el castillo del Visir. Cuentan que la mismísima princesa Azahara supo de
aquel mago y lo llamó su residencia. Mi prometido, Abdul, como trabajador del
palacio, me aseguró que el viejo, erguido, con el pecho hinchado y su cara
sonriente, pasó por delante de todos los trabajadores. Y los despreció. Alah lo
confunda para siempre en el infierno.
Me contó también que, al
traspasar las puertas de la ciudad, varios comerciantes, habían intentado
agredir a Omar, porque lo acusaban de no pagar impuestos y decían que era un
impostor. Al parecer, había corrido la voz de que sus encantamientos eran pura
fábula, una estafa.
Algún mercader llegó a decir
que Omar no era sino un tuareg que había sido expulsado de su aldea porque
había matado a un hombre. Esto hizo que los tenderos lo odiasen aún más, aunque
no se podía demostrar nada. Tuvo que ser defendido por los guardias del Visir
cuando entraba en palacio.
Además, Yusuf no se contentaba
con tener en nuestra aldea una competencia tan grande para su negocio como la
que suponía Omar. No paraba de quejarse a todos los hombres y mujeres que
visitaban su comercio.
Una semana después de la fiesta,
Yusuf se fue al mercado de las puertas de la ciudad y habló con los demás
comerciantes. Me lo contó Abdul:
—Ya ha pasado la pequeña fiesta
de la aldea y mis ventas este año han bajado muchísimo —les comentó Yusuf.
—Las nuestras también han sido
inferiores a las de otras celebraciones de tu aldea —respondieron los
mercaderes.
—No podemos permitir que ese
Omar esté en el camino que trae a la ciudad, vendiendo toda clase de artículos,
sin contribuir con sus impuestos al sustento del Visir y el esplendor de su
palacio. Hay que obligarle a que pague los tributos, como todos los demás.
—¿Sabes lo que me preocupa
Yusuf? —dijo uno de los comerciantes—. Dentro de unos días comienzan las grandes
fiestas del pueblo. Una semana de diversión, de espectáculos gratuitos
organizados por el Visir, de gentes de otras localidades que vienen a nuestra
ciudad… y de mucho gasto. Los habitantes de toda la región se dejan cientos y
cientos de dinares en este mercado. No podemos permitirnos que la temporada de
ventas más importante del año pase en balde, porque no podremos sobrevivir el resto del
tiempo, a la espera de que venga de nuevo otra primavera.
Algunos días después de la ceremonia
familiar en que el padre de Abdul pidió mi mano a mi padre, comenzaron las grandes
fiestas del pueblo, porque tenían lugar después de las de nuestra aldea: una
semana de diversión, de espectáculos, de feria de ganado, de celebración en
suma. Eran los festejos del aniversario de la coronación del Emir.
El Visir era espléndido. No escatimaba
dinares para homenajear a su dueño. Animaba a que muchos forasteros de toda la
región se sintieran atraídos por el bullicio de las fiestas que tenían lugar en
esos días de solemnidad. Por las estrechas calles del zoco había cientos de
curiosos a todas horas admirando los mejores tejidos, las grandes alhajas, los
repujados de cuero, los instrumentos y aperos de labranza, la mayor variedad de
objetos decorativos que podían traerse de todas partes del país…
Y, fuera de la ciudad, en el
mercado que la rodeaba, los mercaderes vendían telas y sedas, cacharros de
cerámica, objetos de cobre, especias de Oriente…
Eran los días de mayor negocio
de los comerciantes del pueblo, las jornadas en que los recaudadores de
impuestos estaban más atentos para valorar el volumen de las transacciones y
así terminar cobrando los tributos que correspondían el Visir.
Este, hábilmente aconsejado por
el grupo de sabios que formaban su consejo, se encargaba de pagar un sinfín de atracciones
callejeras exóticas: tragasables,
encantadores de serpientes de Oriente, saltimbanquis en actuaciones
improvisadas, animales exóticos amaestrados: monos, caballos danzarines,
obedientes dromedarios dispuestos a hacer reír a los presentes…
En aquella ocasión, nunca podré
olvidarlo, trajeron incluso uno de esos animales que yo creía imaginarios y que
tenían los cuernos en la boca, una gran nariz de más de dos metros y unas
orejas que parecían dos alfombras de un gran salón.
Decían que el nombre de ese
animal era elefante, pero a mí me
parecía que debía llamarse gigante
por el tamaño de sus patas, de mayor diámetro que ningún árbol que yo hubiera
visto jamás y por el ruido que hacía resoplando. Al parecer, Sisú, que era el nombre con el que lo
llamaba su dueño, no tenía buen carácter y se enfadaba con frecuencia. Si se
irritaba, el domador lo sabía manejar solo con su voz y con una vara de poco
más de dos codos de longitud, hecha de una madera de algún árbol que me era
desconocido.
Aquella noche, al acabar la
fiesta, las gentes se retiraron a las casas de los familiares que los acogían.
Incluso había muchos que descansaban en las mismas calles pues no se trataba de
buenos musulmanes y habían sucumbido al pecado de la embriaguez.
La ciudad dormía. Apenas se oía
algún ruido, quizá alguna rata dándose un festín o que arrastraba algún pequeño
objeto hacia su madriguera.
Antes del amanecer, finalmente,
sabríamos lo que Omar, el mago, había anunciado a Aixa sobre su marido
Mohammed: «una fuerza como venida del cielo
le rompería el corazón para siempre». Ese había sido su vaticinio y aquella
noche se cumplió.
Unos cuantos chicos de la
calle, traviesos y curiosos, decidieron acercarse a ver a los animales de los
espectáculos: al antílope de cuello muy largo y piel manchada, a los monos en
sus jaulas, a un caballo que tenía la piel pintada de líneas blancas y negras.
Pasaban de jaula en jaula, de cerca en cerca y a todas las bestias les daban
algo de comer o se lo tiraban para ver cómo
corrían a recoger su recompensa. Se iluminaban con unas teas que habían
descolgado de una de las calles principales y que todavía estaban encendidas.
Pero, por descontado, el animal
que más les atraía era el elefante. En aquel momento, la bestia agarraba varias
libras de paja con su nariz alargada para meterlo entre sus cuernos, dentro de su
boca.
En cuanto los muchachos se
acercaron, el animal comenzó a quejarse porque desconfiaba de las teas que
llevaban encendidas. Aquellas luces lo ponían muy nervioso. No estaba
acostumbrado a ellas. Pero los chavales, divertidos, al ver la reacción del
enorme animal, le acariciaron con el fuego su dura piel. Alah los condene
eternamente al infierno por su gran maldad. En ese mismo instante, se desató la
furia del gigante y se dirigió a castigar a quien le había acercado aquella
fuente de dolor. Era un animal un poco torpe, con movimientos grotescos, pero muy
fuerte y rápido. Cegado por su enfado, rompió sus ataduras sin dificultad, destrozó
la cerca que lo encarcelaba y comenzó a perseguir a uno de los muchachos que, inconscientemente,
corría con una tea encendida por las calles del pueblo hasta llegar a la puerta
de la ciudad que salía hacia el camino que lleva a nuestra aldea.
Al pasar aquellos grandes
portones, que permanecían abiertos durante toda la noche, la bestia se detuvo
un instante, como si estuviera pensando y, con su cola y su nariz, fuera de sí,
arremetió contra las mesas de unos vendedores de baratijas del mercado
exterior.
Con el ruido de los cacharros
rotos, la gente despertó y comenzó a gritar, alarmada. Empezó a salir el gentío
por las calles de la ciudad y el animal se sintió todavía más amenazado y
asustado. No paraba de bramar en su lengua de elefante. Y corría y corría, perseguido
por una muchedumbre que aumentaba y aumentaba. Muchos comerciantes pensaron que
aquella era la oportunidad de deshacerse de las baratijas de Omar, en el camino
hacia nuestra aldea. Por eso, aprovecharon la ocasión para organizar un
escándalo todavía mayor que espantase al elefante y le hiciera perder el
control de manera definitiva. Desde lejos, cobardemente, le lanzaban teas
encendidas que encolerizaban más aún al animal. Algunas de ellas lograron
impactar en el lomo o las patas traseras del animal que, en aquel momento,
corría, aterrorizado por el camino, sin que nadie pudiera detener la fuerza de
aquella bestia. Los bramidos con los que gritaba su miedo eran atronadores,
insoportables. Los valientes de la
ciudad y los comerciantes, llenos de odio, se reían al ver cómo se iba
acercando al pequeño grupo de viviendas donde nosotros vivíamos y e las que estábamos
descansando, ajenos al peligro inminente que se nos acercaba a gran velocidad.
A la entrada de nuestra aldea, junto
a su carretón, estaba el pequeño negocio de Omar, el mago. El elefante no le
dio ninguna oportunidad. Al llegar a la tienda, la atravesó con los cuernos que
le salían de su boca. Detrás de aquellas telas estaba Omar, durmiendo en un jergón
de paja. Uno de los colmillos le atravesó el vientre y las tripas del viejo salieron
despedidas por el aire hasta que el gigante, todavía más asustado que antes, se
desprendió del cuerpo sin vida de Omar, el tuareg.
Y siguió corriendo.
El enorme ruido de los
cacharros rotos, interrumpió los sueños de los vecinos de la aldea. Cuando ya
iba a entrar en nuestra calle principal, Mohammed, el esposo de Aixa, que se
había despertado, se interpuso con una tea ardiendo entre el coloso y las casas.
Cuentan que extendió sus brazos, que gritó el nombre de aquella montaña de
carne y que invocó varias veces a Alah, el omnipotente, pidiendo valor y fuerza
en aquel trance. El animal se detuvo y, receloso, pareció contenerse. Pero la
muchedumbre que tenía a sus espaldas no paraba de chillar. Gritaban y se
acercaban. Agitaban sus teas, daban voces festejando la muerte de Omar y se
aproximaban…
Mohammed, tuvo un momento de
duda, retrocedió y cayó al suelo. Así se cumplió la profecía que Omar le había
hecho a Aixa: una fuerza, como venida del cielo, en forma de pata gigantesca de
elefante, pisoteó el pecho de Mohammed y lo reventó. Se oyó con claridad el
crujido de los huesos del valiente al romperse. Se escuchó la voz apagada de
Mohammed. Utilizó su último aliento en decir a su mujer que la amaba. La
garganta de Aixa, que había visto desde lejos todo lo sucedido, profirió un
grito ensordecedor de dolor y de impotencia.
Los cientos de personas que
contemplaron la escena, callaron al unísono al ver la horrible muerte del fiel
devoto de Alah. Respirando profundamente, en medio de aquel silencio infinito
inundado de la luz de la luna llena, el animal se tranquilizó y, por fin, su
dueño logró alcanzarlo. Le gritó «Sisú»
y este se dejó acariciar mansamente la nariz. Como un animal doméstico.
Inofensivo.
El Visir ordenó al día
siguiente que se acabaran las fiestas. Las ceremonias de alegría dieron paso a
los funerales de aquellos dos hombres: el desconocido forastero a quien Alah
confunda eternamente y el héroe que nos había salvado a todos en la aldea.
***
Nuestra boda se celebró en casa
del padre de Abdul. Había pasado un año exacto desde la noche del maldito
elefante y nuestra nueva casa ya estaba terminada. El pueblo volvía a estar de
celebraciones costeadas por el Visir. Para nosotros, fue una gran fiesta
familiar a la que se unieron todos nuestros vecinos.
Mejor dicho: todos no. Aquel
día hacía un año que Aixa había perdido a su marido: el hombre más valiente
entre todos los hombres de nuestra aldea.
Guillermo
Arquillos
Octubre
de 2020
Última
revisión: octubre de 2021
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