Los pendientes (2.100 palabras)
Los pendientes
Zulema había bajado al
lavadero, con las demás mujeres de la aldea. En aquel lugar se hablaba de todo.
Las mujeres se reían de ellas mismas, de sus maridos, de su aldea, de la
seriedad que había en la mezquita… A Zulema, como a las demás, les gustaba trabajar en su lavado mientras
comentaban, además, todas las cosas importantes que sucedían. Y también las
insignificantes: «Miriam está engordando», «Hayha está últimamente muy triste
—será que su marido no la atiende, ja, ja, ja—», «le han comprado un nuevo
perro de caza a Yusuf, el tendero, uno grande, que te puede arrancar una mano
de un mordisco».
Aquel día, Zulema estaba muy contenta. Muy
contenta y muy orgullosa. Su marido, Abdul, el dulce Abdul de la mirada
azabache, le había regalado unos pendientes nuevos. Había sido una suerte que
su padre hubiera decido casarla con Abdul. No había musulmán más fiel y más
devoto en toda la aldea y era el hombre más enamorado de todos los hombres, el
marido que más amaba a su mujer de todos los maridos del pueblo. Por eso,
Abdul, siempre que tenía ocasión, para demostrarle su amor, fuera o no fuera su
aniversario, le hacía un obsequio.
A veces, Abdul aparecía en
casa, a la vuelta del trabajo, sudoroso por las labores de palacio, con un ramo
de flores que cortaba por el sendero. Otras veces, le compraba telas en el
mercado cercano al palacio con las que Zulema se hacía preciosos vestidos y
hermosos velos y túnicas que encandilaban a las mujeres de la aldea. Despertaba
celos cuando se los ponía para ir al lavadero.
«¡Qué osadía! —decían—. A
Zulema le gusta exhibirse como un pavo real. Es una falta de recato».
En realidad, era simple
resentimiento: a Zulema la envidiaban por guapa, porque era la más bella de las
jóvenes esposas de la aldea; por inteligente, porque sabía administrar
sabiamente el dinero que Abdul ganaba en palacio y porque tenía un encanto que
ninguna otra mujer del pueblo tenía. Su secreto para estar siempre alegre era
muy sencillo: se sentía amada. Eso le daba un brillo especial a sus ojos, un
color distinto a su rostro y una luz particular a su sonrisa.
Aquel día, en el lavadero, las mujeres se
fijaron en Zulema.
—Zulema, bonita, ¿no se te ve
hoy más contenta de lo habitual?
Y se reían dándose codazos como
si todas supieran a qué se referían.
Las tareas del lavado son muy
duras y Zulema no perdía su sonrisa. Las miró
y les contestó:
—Sí, hoy estoy más contenta.
«¿Cómo puede ser tan
descarada?, ¡por Alah!». Empezó a pensar una de ellas «¡Qué falta de
modestia!». La miró fijamente y su mirada se quedó congelada. De las orejas de
Zulema colgaban los dos pendientes más hermosos que jamás había visto. Eran
unas joyas que parecían de cristal, brillantes, engarzadas en oro. Tenían dos
perlas de gran tamaño cada uno de ellos y estaban adornados con pequeñas
esmeraldas. Debían valer una fortuna.
—Abdul debe haberse gastado un
mes de trabajo en el mercado para comprarte esos pendientes tan hermosos —dijo
una.
—Esos pendientes tienen que
valer más que un buen caballo —añadió otra.
—No está bien traer alhajas ni
adornos tan caros al lavadero, donde se pueden caer y perderse para siempre
—dijo una tercera.
Y todas pensaban que Abdul era
un buen marido, que quería a Zulema a pesar de que ésta no le había dado hijos
y que la quería con todo el amor que cabía en su corazón y con todo el dinero
que cabía en su bolsa.
Aixa, la viuda de Mohammed, vio
desde lejos los pendientes de Zulema y los envidió en su corazón. ¿Por qué ella
nunca había tenido unos aretes como aquellos? Alah, el señor y dueño de las
almas de los creyentes, permitió que su corazón se pervirtiera y Aixa odió
profundamente a Zulema.
—¿Sabéis lo que pienso? —dijo
bajando la voz a las mujeres que lavaban la ropa junto a ella— Abdul no gana
tanto dinero en el mantenimiento del palacio del Visir como para pagar esos
maravillas tan lujosas.
—¿Y de dónde ha sacado el
dinero? –preguntó la de su derecha.
Se formó rápidamente un corro
de mujeres cuchicheando, que olvidaban que estaban allí para lavar.
—Yo creo que puede haber robado
el dinero —dijo una.
—No, no puede ser. Abdul es
incapaz de robar.
—Pues vosotras me diréis…
—preguntó Heina.
—Yo creo que se las pueden
haber regalado en el palacio —dijo Aixa.
Zulema, mientras tanto, había
acabado de lavar la ropa y despidiéndose devotamente («que Alah quede con
vosotras») se dirigía por el sendero hacia la aldea.
—Mirad cómo se contonea
impúdicamente —dijo la viuda—. Una mujer así no puede estar bendecida por Alah
porque el Todopoderoso solo bendice a los humildes y Zulema es orgullosa.
—¿De dónde habrá salido el
dinero para esos pendientes tan preciosos? —se preguntaban.
—¿Y quién se los va a regalar a
Abdul, Aixa? —preguntó Heina— ¿Hay alguien en palacio a quien no le importe dar
una joya tan cara a un simple sirviente?
—Puede ser cualquiera —dijo
Aixa—, puede ser hasta la misma princesa. Sí... Esos pendientes son de
princesa, no son de la mujer de un criado.
—¿La princesa Azahara? ¿Tú
crees? —dijo Heina.
—¡Claro que sí! —dijo la
viuda—. La princesa Azahara se los puede haber regalado. Seguro que puede.
—¿Y por qué se los va a
regalar? —preguntaron algunas amigas, intrigadas.
—Bueno… ya sabéis… la princesa
Azahara está embarazada, Abdul es hermoso y debe pasar mucho tiempo con las
reparaciones en los salones de la joven princesa. Dicen que el príncipe Amín le
es infiel con todas las sirvientas… —dijo Aixa—. Ella puede encontrarse muy
sola… Sólo Alah, el que nos bendice, sabe de quién podrá ser ese niño…
Y todas callaron.
Por un momento hubo silencio en
el lavadero. Después, el murmullo del agua se mezcló con el trino de algún
pajarillo de un árbol cercano.
***
Al día siguiente, al volver a
hacer la colada, las mujeres estaban inquietas y calladas. Levantaban la vista
y la agachaban rápidamente, encerrándose en sus pensamientos, mientras hacían
su tarea.
Ninguna de ellas quería sonreír
a Zulema. La joven se extrañó y supuso que habrían reñido entre ellas. No había
risas, no había bromas. Ni siquiera se dirigían la palabra.
Aquel día, las sombras de las
higueras parecían más oscuras, el canto de los pajarillos sonaba triste y las
chicharras anunciaban el calor con más intensidad.
Cerca del mediodía, Zulema miró
se fijó en Aixa. Ella parecía más tranquila que las demás. La miraba fijamente
cuando ella se inclinaba a golpear la ropa contra la piedra o cuando retorcía
las sábanas y las estrujaba sin que nadie la ayudase. A veces sonreía levemente
haciendo un gesto con la comisura de sus labios.
Zulema, intrigada, se dirigió
donde estaba Aixa.
Y Zulema oyó las palabras más
tristes que había escuchado en toda su vida.
«No puede serte fiel», le dijo
la viuda. «Todas sabemos que Abdul es amante de la princesa Azahara, por eso
tienes esos pendientes, porque se los ha regalado y él te los ha dado a ti».
«Son demasiado caros para un criado». «Están manchados de pecado. Llevan el
sello de la culpa». «No serás bendecida por Alah si luces las joyas de la
infidelidad de tu marido».
La muchacha, era incapaz de creer
lo que le decían. Pero lloraba y lloraba sin parar. Su Abdul no era como los
demás hombres. Él la quería de veras. La amaba. No podía ser que la princesa
Azahara ser hubiera encaprichado y su marido hubiera aceptado aquella relación
pecaminosa a los ojos de Alah.
¿No podía ser? Zulema empezó a
dudar:
«¿No sonríe más hondamente
cuando me cuenta alguna anécdota de Azahara? ¿No me habla de la tristeza de la
princesa como si fuera la de alguien de su familia? ¿No me describe con bellas
palabras la belleza de los salones y el lujo con el que vive la hermosa
Azahara? ¿No se habrá sentido tentado por los ojos azules de aquella rica hija
del Visir, casada con el príncipe Amín?», se dijo Zulema.
Sus manos empezaron a moverse
alocadamente, restregándose, sudorosa, la una contra la otra. Sus ojos
perdieron su brillo. Desapareció su sonrisa y la luz se fue de su rostro.
***
—Abdul, marido mío, ¿por qué me
eres infiel con la princesa Azahara? —le dijo cuando volvía su hombre, cansado,
a la hora de la puesta del sol—. ¿Qué te ha dado esa mala mujer? ¿Cómo has
podido olvidar mi amor entre sus brazos?
Abdul la miró con los ojos
fuera de las órbitas. No podía articular palabra. Contenía la respiración y se
mantenía en silencio.
Agachó la cabeza. Su larga
barba negra como el carbón impedía ver
el gesto de su boca. Sus dedos comenzaron a golpear nerviosamente la mesa de la
cocina, donde se encontraban, en el centro de su pequeña casita blanca.
—¿Es porque no te he dado
hijos? ¿Me eres infiel porque no te he dado hijos? –gritó Zulema.
Abdul no reconocía a su esposa.
Ella lloraba con lágrimas de humillación e intentaba buscar los ojos de su
marido con su mirada.
El hombre, ahora, golpeteaba la
mesa la mesa con sus nudillos, se estrujaba las manos, se acariciaba la barba…
No levantaba la mirada. Dejaba que su mujer se desahogase.
—Abdul, mi amado —dijo ella—.
Yo no soy responsable de que Alah no haya bendecido mi vientre con una
criatura. Soy una buena creyente. Soy fiel. Siempre te he sido fiel. Mi corazón
te ha amado desde el día en que nuestros padres hablaron y nos comprometieron.
Hago todo lo que puedo por la casa, me esfuerzo, trabajo…
Sus lágrimas no tenían fin y el
silencio de su marido lo hacía culpable. Sí, por Alah, Aixa tenía razón:
aquella mujer había embrujado de alguna manera a su marido y él había yacido
con ella.
—¿Por qué te callas, amado mío?
—le preguntó—. Cuéntame cómo te engañó aquella víbora a quien Alah castigue en
su vida y tras su muerte.
Los sollozos habían cesado.
Ahora Zulema estaba invadida por la ira. Sentía una opresión en el pecho y
pensaba que le iba a estallar. Las lágrimas seguían brotando de sus ojos. Pero
algo había cambiado: su marido levantaba, al fin, la vista y sus bellos ojos
miraban los suyos.
La joven contuvo la
respiración. Se volvió a sentar porque, la cólera la había puesto en pie.
Intentó tranquilizarse. Se restregaba la cara con sus manos.
—Zulema, mi amada —comenzó
diciendo el hombre—. Desde hace más de tres meses, he estado trabajando en los
jardines de palacio, cuidando los macizos de flores y los jarrones de piedra de
los que cuelga la yedra. He regado, podado, sembrado, he revuelto la tierra y
la he cavado y preparado con estiércol.
Se detuvo unos instantes para
tomar aire. Entrecruzó sus dedos por encima de la mesa.
—Tres meses de duro trabajo
además de mis tareas diarias en el interior del palacio del Visir, a quien Alah
guarde muchos años —añadió—. ¡Tres meses, viendo esos pendientes en el mercado
hasta que he reunido dinero suficiente para que Zahid me los fíe! ¿Sabes?,
¡todavía le debo el dinero de tres meses más de trabajo en los jardines! Tengo
que sudar para él como un animal entre las plantas de los parterres del Visir.
Su mirada estaba fijamente
clavada en el rostro de su esposa que, ahora, se tapaba la boca con la mano.
Había dejado de llorar. Sus ojos estaban llenos de lágrimas secas y de alarma.
—Abdul, esposo mío —murmuró—
¡perdóname! Otras mujeres, en el lavadero, me habían dicho… ¡Yo las creí!
¡Malditas sean! ¡Ellas sembraron en mi corazón la cizaña!
El hombre se puso en pie. La
miró fijamente en silencio.
—Espero —dijo—que mañana,
cuando vuelva del trabajo, te hayas marchado a casa de tu padre. No puedo vivir
con una mujer que duda de mí y que atiende a lo que le dicen las demás en el
lavadero o el mercado.
Y añadió:
—Siempre te he amado. No he
estado nunca con ninguna mujer que no hayas sido tú, pero tus celos imaginarios
te expulsan de mi lado.
Se dirigió a la puerta de la
cocina:
—No subas al dormitorio hoy.
Mañana temprano marcharé al trabajo sin despedirme siquiera.
Y concluyó:
—Yo te repudio. Alah es mi
testigo.
Zulema ya no tenía fuerzas ni
para llorar. Levantó la cabeza para verlo salir de la cocina.
Y supo, en aquel momento, que
jamás volvería a ver al hombre al que amaba con todo su corazón.
Guillermo
Arquillos Llera
Enero
2020
Última
revisión: Agosto 2021
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