LA TAPIA DEL CEMENTERIO

 


LA TAPIA DEL CEMENTERIO

 

               Los primeros gallos del día todavía se estaban despertando. «Ya es la hora de los fusilamientos», se dijo Elías.

Vestía un luto pobre de camisa remendada y pantalón grasiento. Salió, sin ninguna prisa, camino del cementerio. En su mano derecha, el mechero de su padre, el que le traía suerte.

El reloj avanzaba despacio, casi dormido, mientras que el aire, por una vez, había olvidado el calor sofocante que asfixiaba al pueblo. Era la estación del año en la que sudan los calendarios; pero, desde lo del establo, un terco escalofrío helaba las entrañas de Elías.

Algunos vecinos arrastraron sus pies hacia las tapias, formando una procesión silenciosa, solo iluminada por las brasas cabizbajas de los cigarrillos. Allí los esperaban los soldados del dictador. Para unos pocos, aquello era simple justicia. Pero Elías apretaba los puños y los dientes cuando pensaba en la resignación de la gente ante los crímenes. Su corazón se había embrutecido de tanto odiar al dictador y a sus vasallos.

Detrás de los siete soldados insensibles del pelotón, unos ochenta vecinos formaron varias hileras nerviosas. Susurraban a Dios su miedo, la vista fija en el muro de la desgracia. Olía a frío seco y a sangre reciente de otras madrugadas.

 

 

Elías y Manuel se habían decidido a volver al pueblo cuando supieron que el dictador había ordenado que cada día fueran fusilados dos «rebeldes». El vecindario estaba atestado de opositores, pero nadie abría la boca en contra de aquella justicia injusta. Se dejaban conducir al cementerio cada amanecer, como había dispuesto la autoridad, para ver cómo caían dos de sus conocidos. Poco a poco, el pueblo se iba quedando sin habitantes varones, como un árbol que se queda desnudo en otoño. Cualquiera podía ser declarado en rebeldía por cualquier nimiedad.

Cuando llegaron, los dos jóvenes se ocultaron en un zulo bajo el suelo de un establo abandonado de las afueras. Allí esperaron a que cayera la noche para ir a casa de algún conocido donde planeaban esconderse. Intentarían robar armas a los soldados y encabezarían una revuelta en contra de tanta inhumanidad.

A media tarde, unos vecinos comentaron sus miedos junto al establo y así les llegó la noticia de que la semana anterior habían fusilado al padre de Elías. El muchacho se santiguó lentamente con los ojos llorosos. Después tomó el mechero de su padre, se lo puso en los labios y lo besó.

En cuanto pudo, Manuel, sin ninguna precaución, salió del escondite en busca de comida y de alguna ropa de color negro para su amigo. Pasaron más de dos horas.

—Toma —dijo al volver—. Yo ya he comido algo. He robado todo esto de la casa del Jonás; seguro que te viene bien.

Sacó de sus bolsillos unos chorizos resecos y un mendrugo de pan; además, le pasó una bota con algo de vino y una camisa y unos pantalones que olían a sótano húmedo.

—¿No echarán en falta estas cosas?

Manuel hizo un chasquido con la boca y carraspeó.

—No creo, Elías. Al Jonás le tocó el mismo turno que a tu padre, el jueves pasado.

—Me cago en… —gritó Elías, dando un puñetazo al aire.

Después se quedó mirando a su amigo, sus ojos inundados de dolor, sus brazos derrotados. Lentamente, se puso los pantalones.

—Me lo ha contado todo la Juani, la del Matías. A su marido lo tienen arrestado —suspiró Manuel—. La pobre mujer ya no puede estar más desesperada.

 

 

Detrás de los siete soldados insensibles, los ochenta vecinos se miraron unos a otros, tapándose la boca con las manos por la sorpresa, comentando su rabia en voz baja. Los dos condenados venían con las muñecas atadas tras la espalda, las caras deformes por las palizas de los interrogatorios.

Juani, enloquecida por su impotencia, había intentado salvar a su marido, denunciándolos, señalando el escondite debajo del suelo del establo. 

A Elías, en un acto de incomprensible compasión, le habían permitido que llevara en su mano el mechero de su padre. 

Manuel no podía parar de sonreír con desprecio. Cuando le fueron a vendar los ojos, se negó:

—Quiero ver las miradas de los cobardes de mi pueblo —dijo, levantando la voz.

Los ochenta vecinos, movidos por una repentina vergüenza, inclinaron sus cabezas para mirar al suelo. Varios gallos cantaron, el sol se desperezó detrás de una colina y sonaron, secos, siete disparos cargados de injusticia.

Matías, el marido de Juani, fue ejecutado al día siguiente, junto a otro desgraciado cualquiera que pronto sería olvidado.

 

© Guillermo Arquillos 22/09/2024

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