PEQUEÑA ESPINA

 


PEQUEÑA ESPINA

Podría haber sido un día más. Uno de los muchos en que él se acercaba con ojos brillantes de odio y con puños apretados y Elena se encogía como un ratón que huía por una grieta de la pared. O podría haber sido una de las noches en las que Vicente volvía a casa oliendo a vino peleón y soltando palabrotas e insultos a Silvia, mientras la pobre chiquilla le rogaba que la dejase en paz, por favor, papa, ¿qué culpa tengo yo? Mirando lo guapa que era, él perdía el control y terminaba aporreando las puertas y los muebles.

Pero la tarde había sido distinta, los cuatro juntos, el centro comercial abarrotado, las rebajas echando humo y Vicente, el bueno de Vicente cuando no estaba fuera de sí, soltando bromas y pasando la tarjeta como si no le importara que ya estuviera casi al límite del crédito.

Más tarde fueron a cenar.

Andrés, el pequeño de once años, solo pidió un trozo de pizza y ni siquiera levantó los ojos del móvil; los problemas de los demás no le afectaban. El resto de la familia pidió hamburguesas y una de pescaíto frito.

Elena y Vicente, por una vez, hablaron de los viejos tiempos. Él aprovechaba cualquier oportunidad para regañarle por algo que había dicho en Primark o cuando iba al probador del Zara. Trataban de entenderse por encima del bullicio de los cazagangas: era uno de julio. Las voces resonaban en los pasillos de mármol, ahogando la música de fondo. Nadie hacía caso de la publicidad machacona de las pantallas gigantes…

Y Vicente comenzó a toser.

En un primer momento, le dio una tos seca e intermitente, como la que tenía a veces con el asma. Elena se calló, abrió los ojos y esperó a que se le pasara. Silvia agachó la cabeza sin decir nada, como siempre. Delante del marido de su madre apenas se atrevía a abrir la boca y menos si Vicente comenzaba a toser. Solo lo llamaba papa cuando se defendía de sus insultos, esperando que él se compadeciera. La familia de Vicente había terminado aceptando el color de piel de la niña, aunque desde que nació apenas le dirigían la palabra ni a la madre ni a la hija.

Andrés levantó la cabeza un momento para mirar:

—Mama, igual se le ha clavado una espina —dijo sin mucho interés.

Agachó de nuevo la cabeza y siguió con su juego.

Elena permanecía inmóvil. Todo sucedía con rapidez. La tos de Vicente se hizo espasmódica, cada vez más fuerte; intentaba aspirar aire con fuerza, luchando como si no pudiera respirar, como si tuviera la cabeza bajo el agua. Silvia levantó por fin la mirada, pero no hizo ningún gesto. Algunas personas de alrededor echaron un vistazo con curiosidad.

Unos segundos después, los jadeos de Vicente eran más sonoros y desesperados. Mientras intentaba echar la cabeza hacia atrás, Elena solo podía pensar en el último enfado que tuvo con Silvia, la noche anterior cuando casi le puso la mano encima. Al recordarlo, hizo una mueca de asco.  El rostro de Vicente se fue tiñendo de rojo, cada vez más rojo. La gente bajó la voz, pero todo sucedía tan rápido que nadie podía reaccionar.

Los labios de Vicente comenzaron a volverse azulados, la espina en su garganta lo estaba asfixiando; intentaba decir algo, le resultaba imposible; daba arcadas, no podía vomitar. Algunos vecinos de las mesas próximas empezaron a levantarse, asustados. Se acercaban justo cuando Andrés terminó el nivel de su juego y miró a su padre con los ojos muy abiertos:

—¿Se va a morir, mama? —dijo—. ¿Papa se va a morir?

El chaval se quedó pensando un instante; madre e hija se miraron levantando las cejas. Vicente se agarraba con fuerza el cuello, tratando de expulsar la espina de su garganta. No podía dejar de toser, su entrepierna se mojó y  el líquido goteó bajo la silla; le faltaba el aire. Comenzó a sudar y sudar y sus ojos se hincharon, como si fueran a reventar.

Alguien gritó:

 —¡Un médico, este hombre necesita un médico!

Hubo un murmullo, pero nadie contestó.

Andrés marcó rápidamente en su móvil.

—Mama, voy a llamar al 112. ¡Papa se va a morir! Haz algo, mama, por favor, ¿no ves que se muere?

Y Elena hizo lo que estaba deseando hacer, lo que llevaba siglos deseando hacer: de un manotazo lanzó el maldito móvil de Andrés a que se estrellara contra el suelo, bien lejos. Miró a su hija Silvia y movió la cabeza de un lado a otro, arrugando los labios. Entonces, murmuró:

—Es una espina del pescado.

Un grupo de hombres se acercó apresuradamente, pero ambas, madre e hija, sin levantarse siquiera, se sonrieron.

 

Podría haber sido un día más, uno como cualquier otro. Pero no lo fue.

 

© Guillermo Arquillos 03-07-2024

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