EL FILTRO DE LA CENSURA

 


EL FILTRO DE LA CENSURA

 

Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece.

Como era habitual, comenzaron las numerosas explosiones distantes que infundían temor a todos; sabían que durarían exactamente una hora. Siempre bombardeaban Praga durante una hora exacta.

Iván se había servido un vermut; desde que el Imperio comenzó a atacar, apenas había vermut en Occidente. Era un muralista privilegiado que hasta vivía en una casa con un tejado casi aceptable, no como los demás artistas. Tenía los ojos verdes y una envidiable forma física porque, desde que conoció a los de la resistencia, hacía mucho deporte. La mayoría de los checos no tenían tiempo para el ejercicio; estaban preocupados por sobrevivir y temblaban ante la posibilidad de contagiarse de las enfermedades que lanzaban las bombas del Imperio cada día entre las trece y las catorce horas.

Iván se había levantado tarde. Aquella mañana estaba planificando nuevas obras que, si conseguían atravesar el filtro de la censura, acabarían embelleciendo las calles y difundiendo las «ideas convenientes». En Occidente, las únicas ideas aceptables eran las que el poder etiquetaba como «convenientes». Los autores que tenían otras ideas eran perseguidos, acusados de colaborar con el Imperio, y los arrestados desaparecían para siempre.

            Iván encendió la tele. Poco después de las trece se transmitían las imágenes de los contagiados el día anterior. Los pocos que se aventuraban a pisar la calle entre las trece y las catorce, morían en medio de dolores horribles, con el aliento sangrando y los ojos reventados, con las extremidades mutiladas a consecuencia de una extraña y repugnante lepra. Este espantoso tormento concluía en unas seis horas, de modo que quienes aparecían en aquel momento en la pantalla ya estarían enterrados en las fosas comunes.

            Sonrió. Por un instante se acordó de Alicia, la actriz que conoció la noche anterior. Iba casi borracha, luciendo ojos de gata y pechos generosos; y él sintió su magnetismo desde el primer segundo.

«¿Dónde habrá estado escondida Alicia todos estos años?, pensó. «No es una tía corriente, desde luego que no. Si la hubiera visto antes, me habría fijado en ella».

            A Iván le brillaron los ojos, agitó la cabeza con rapidez para dejar de soñar y levantó las cejas. Eran más de las trece y media. En la pantalla, una de las infectadas… ¡Era Alicia!

No cabía duda: aquellos ojos, aquel pelo, la forma de aquel cuerpo eran los de Alicia; pero su aspecto era muy distinto del que tenía la noche anterior… Iván arrugó la frente, echó la cabeza hacia atrás, se quedó boquiabierto y contuvo la respiración. ¿Cómo era posible que hubiera trozos de los brazos y los dedos de Alicia caídos en la calle, sumergidos en un gran charco de sangre? Era imposible: aquella chica había estado bebiendo ron con él hasta las tres de la noche. Si se había infectado en el bombardeo del día anterior, tenía que estar muerta.

            Se frotó los ojos de nuevo. En la resistencia lo habían avisado de que las bombas, las bacterias y los cadáveres de quienes salían a la calle entre las trece y las catorce eran una enorme mentira del gobierno. Raúl, su mejor amigo entre los rebeldes, hasta decía que la existencia del Imperio era una farsa, que lo único real era el miedo. La población estaba dominada mediante el miedo. La dictadura era la verdadera infección del espíritu de los occidentales; su arma era el temor.

            En aquel momento llamaron al timbre, Iván miró hacia la puerta, pero no se movió. Las imágenes de la pantalla eran ahora todavía más dramáticas. Se veían trozos ennegrecidos de varios niños que hacían compañía al cuerpo, ya sin vida, de Alicia.

            Volvieron a llamar. Temeroso, se levantó y se dirigió lentamente a ver quién era, pero alguien tapaba la mirilla.

            —¿Quién está ahí? —se atrevió a decir.

            Inesperadamente, la voz que respondió fue la de Alicia:

            —Ábreme, Iván, por favor —suplicó en voz baja—. Necesito que me ayudes.

            Le pareció que la chica estaba llorando. No podía ser, no podía ser, Alicia tenía que estar muerta. Pensó que Alicia o quienquiera que fuese le hablaba en voz baja para no alertar a los vecinos.

            Iván abrió la puerta e inmediatamente se arrepintió. Trató entonces de cerrarla con todas sus fuerzas. De repente comprendió todo y actuó tan rápido como pudo, pero no fue suficiente: una bota militar de gran tamaño le impidió que volviera a cerrar. Junto a Alicia había cuatro musculosos policías que lo apuntaban con sus armas.

            —Pero, ¡qué tonto eres, tío! —dijo Alicia. — ¿A quién se le ocurre contar a una desconocida tantos detalles sobre la resistencia? Eres un estúpido, Iván. Ahora mismo acabamos de detener a tu amigo Raúl. Luego iremos cazando al resto.

            Iván no sabía qué decir; le empezó a temblar todo el cuerpo.

            —Ahora sí que podrás charlar tranquilamente con tus compañeros —dijo la chica—. Ya sabes, cuando arrestamos a alguien, desaparece. Siempre desaparece —Alicia sonrió—. Por cierto, ¿qué opinas de las imágenes que me grabaron ayer en el plató?

            Iván apretó los puños y los dientes. En aquel instante, despejó todas sus dudas. El gobierno había encontrado el mejor instrumento para someter a la población: el miedo.

            Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las catorce y un minuto.

 

Guillermo Arquillos 13/02/2024


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