El mismo olor

 


EL MISMO OLOR

 

Por aquel entonces yo era un muchacho que disfrutaba bajando a la calle a contemplar el escaparate de la zapatería y a observar al dueño sudando, guardando silencio y comiéndose las uñas. Se pasaba las horas mirando la pared, esperando a que entrase algún cliente, pero nadie le compraba nada. A veces, levantaba los ojos, me veía a través del escaparate y nos sonreíamos. Mi media sonrisa lo debía de inquietar, porque estaba todas las tardes allí, sin apartar mi mirada de su rostro. Me convencí de que aquel tipo se había vuelto invisible para todo el barrio.

Dejadme recordar…. la primera vez que bajé fue en verano, recién pasada la pandemia; y dejé de verlo… bueno, lo que ocurrió entonces fue espantoso, seguro que lo sabéis; fue una tragedia que conmocionó a toda la ciudad.

Hoy me han subido del comedor antes que de costumbre. Una estúpida que no sé si es enfermera o voluntaria, me ha dicho que me castigaba sin postre porque estaba insultando a los demás viejos. ¿Qué se habrá creído la muy zorra? Total, por llamarle baboso a un vejolete sin dientes al que le chorrea la saliva día y noche.

Con la pandemia, el mundo se volvió virtual y la gente dejó de pisar las calles. Poco después, la zapatería ya no tenía clientes ni para regalarles alpargatas y el dueño se fue quedando sin uñas, ya lo creo, solo le faltaba comerse también las de los pies. Su negocio y él eran invisibles; la gente pasaba de largo y yo era el único testigo de su ruina, le sonreía y disfrutaba viendo cómo se hundía. Siempre me ha gustado ver que los demás fracasan.

¿Os he hablado ya de lo que me ha hecho en la comida ese ente híbrido entre enfermera y voluntaria? Pues ha agarrado mi silla de ruedas y me ha arrastrado fuera del comedor. A voces. El baboso, que se golpeaba la cabeza contra la mesa y se revolcaba por el suelo, gritaba que yo lo había ofendido. Es un retrasado, claro. Sólo se ha percatado de mi presencia cuando le he soltado que es repugnante y que huele a podrido —cosa que es falsa—. No soporto que la gente haga como si yo fuera invisible.

Eso mismo quería el tipo de la zapatería: «por lo menos, que me miren, que entren a probarse mis zapatos». Hasta lo escribió en una carta y lo publicó en el periódico local. Bueno, más que una carta, fue un desesperado anuncio en el que rogaba a sus antiguos clientes que no lo abandonaran, que le urgía venderles… Nadie vio el anuncio, y si lo vio, nadie lo leyó y si lo leyó, nadie le hizo caso. Pero yo sí, yo sí que me fijé. Lo vi y tomé mi decisión en cuanto lo leí.

Descubrí en sus súplicas un cierto olor a amenaza, y a mí no me gustan las amenazas; así que, la tarde siguiente, con la calle desierta, saqué de mi mochila una botella de gasolina, encendí la mecha, la arrojé al interior de la tienda y me crucé a la otra acera. Las llamas eran preciosas. La zapatería se hizo visible de golpe para todo el barrio. Los hombres bajaron de los bloques gritando, las mujeres y los niños llorando; pero solo yo sé que, en realidad, el espectáculo los entusiasmaba. Lo más divertido fue que aquel hombre dejó de morderse las uñas para siempre. Si a mí no me dejaban comérmelas, a él tampoco.

El baboso no sabe con quién se la está jugando; la enfermera, menos aún. Tengo que conseguir gasolina para hacer que esta mierda de residencia sea la que más ilumine. ¿Me ignoráis? Pues no os lo voy a consentir. Haré que todos vean la luz que va a desprender esta residencia de mierda.

Va a ser divertido. Ya me imagino el olor del baboso y la enfermera; será el mismo olor que cruzaba la calle el día que ardió la zapatería.

 

© Guillermo Arquillos 29/11/2023


Comentarios

  1. Olé, compañero!. Un relato secuenciado muy bien hilvanado. Bendita imaginación, que yo no tengo. Siempre me baso en realidades. Un abrazo,

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  2. Muchas gracias, Blas. A partir de este relato he tenido una época de "sequía imaginativa". Me sentaba... y nada, no se me ocurría ninguna cosa que me pareciera que merece la pena. Parece que ya estoy otra vez en marcha.

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