NANA FRIDA

 





NANA FRIDA

 

Mi vecino LuisMi me contó entre risas que podía oler los colores.

Yo había bajado varias veces al primero B, que era donde vivía mi amigo con una hermana que ya nació vieja y que se llamaba Nana Frida. Nana Frida hablaba mal el español, había intentado besarme en el ascensor en varias ocasiones y siempre llevaba chanclas. A LuisMi le tenía mucha envidia porque yo solo podía oler los sentimientos de los demás y eso no tiene nada de espectacular. Cuando pensaban que no los oía, los vecinos decían que yo era retrasado. A mí no me importaba, pero LuisMi me daba pena porque siempre estaba en su silla de ruedas y usaba gafas gordas. Además, confundía los olores de las cosas verdes y las cosas rojas.

Un día llegué a oler el miedo de mi padre. No me lo podía creer, porque estaba convencido de que los padres no podían llorar nunca, porque son padres, y me puse tan nervioso como cuando se murió mi hámster. O casi.

Aquella tarde Nana Frida y yo entramos en el ascensor a la vez, al llegar al bloque. Ella me miró, me guiñó un ojo y apretó el botón de la planta catorce. Cuando estábamos subiendo, detuvo el ascensor y empezó a manosearme.

—Quiero que vengas a mi piso, chico —me dijo.

Yo parpadeé dos veces, respiré dos veces y torcí la boca.

—¿Y LuisMi? —pregunté.

—Está sedado, ¿qué te figuras? Llevo un buen rato esperándote en la calle.

Nana Frida decía que era una tía muy enrollada. Al morir su madre, había abandonado a su novio en Viena para venir a cuidar de LuisMi y a gastarse la herencia en móviles y porros. En el recibidor había colgado un rótulo de neón azul que ponía: «Lo corriente es lo normal para la gente». Tenía la cabeza llena de paranoias y laberintos y se reía de mí porque yo solo tenía diecisiete años y todavía no sabía leer bien. Mi padre decía que tenía unas ideas muy raras. Imaginaba muchas cosas, como yo; estaba todo el día pensando en los ordenadores, como yo, y no quería saber nada de los demás, como yo. Tenía casi treinta años o más, no llevaba nunca sujetador y se ponía unos pendientes de latón largos y brillantes. Le gustaba usar una cinta en la frente, como si fuera una tenista, y vestir camisas anchas de cuadros y pantalones negros de licra. Creo que no le importaba mucho la moda.

Pasó un buen rato, me subí a casa y dejé abierta la puerta del primero B. Le dije a mi padre lo que había sucedido en el piso de LuisMi. Cuando le conté que Nana Frida me había bajado los pantalones y que yo me había puesto a chillar como una rata, mi padre gritó, enfadado:

—Dios mío. Pero ¿qué te ha hecho esa hija de puta?

Yo no sabía que la madre de LuisMi había sido puta.

—Ha dicho que soy un asqueroso retrasado, papá. Olía muy mal, a odio y a envidia. Y olía igual que los ciervos de la sierra en octubre.

Entonces le enseñé a mi padre el cuchillo lleno de sangre de Nana Frida. Y mi padre se me abrazó y empezó a llorar y a oler a miedo, a mucho miedo. Yo creía que los padres no podían oler a miedo, porque son padres.

Luego bajamos al piso de LuisMi y mi padre se puso a ordenar todo y a organizar las cosas para que pareciera que lo de la sangre lo había hecho él y llamó a mis tíos y les dijo que si podían cuidarme unos cuantos años.

 

© Guillermo Arquillos — 11/09/2023

Comentarios

  1. No sigas leyendo cosas raras, Guillermo, que "te van a trastocar la mente" (ji). Loca historia.

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    1. Ja, ja, ja. Bueno, tampoco hace falta mucho para que me vuelva como una cabra. Estoy en ello.

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