EL MENSAJE

 





EL MENSAJE

 

Álex apareció en la cantina con una botella que había encontrado en la playa. Venía con la respiración entrecortada, sudaba y olía a ropa empapada.

Nosotros cuatro, jubilados, nos acercamos con curiosidad: era una botella verde, contenía un papel doblado. El chaval se imaginaba que era el mensaje de un náufrago. Nos miramos, y cruzamos una sonrisa. Por supuesto, rompimos la botella e intentamos leer la nota. Era extraña.

—¿Qué pone aquí? —dijo Carlos.

—¿Qué lengua es esta? ¿Lo sabéis alguno? —dijo Marcos, el más joven.

Empezamos a llevarnos la contraria: Matías decía que era sueco; Carlos, que polaco. Marcos y yo pensábamos que había demasiadas consonantes para ser palabras de una lengua, por muy extraña que fuera. Aquello era un galimatías. Parecía una especie de mensaje cifrado.

Marcos le hizo una foto, la subió a su Twitter y explicó cómo nos había llegado la nota. Alguien la pinchó en un corcho, volvimos a nuestra partida y durante un buen rato nos olvidamos de aquello.

Jugamos unas manos de dominó y, cuando terminamos, Marcos miró Twitter para ver si alguien había contestado. Entonces, enderezó el cuello, abrió bien los ojos y se tocó las cejas canosas mientras sonreía:

—Mirad Twitter, tíos —dijo—. No os lo vais a creer. —Le brillaban los ojos. —El mensaje se ha hecho viral porque la gente lo retuitea como loca. Y no solo en España, qué va, ¡si está por el mundo entero...!

Miramos los móviles. Era verdad, el tuit estaba arrasando. Gente de todas partes opinaba sin cesar sobre lo que ponía la nota. Se hacían hilos con historias fantásticas: que si era un mensaje cifrado de un submarino, que si era una lengua de los marcianos, que si la CIA y el FBI usaban aquel lenguaje... La foto había sido retuiteada miles, qué digo miles, millones de veces. En toda Europa, en el mundo entero, había gente obsesionada con descifrarlo.

De repente, oímos un helicóptero. Imaginaos, ¡en una aldea de quinientos habitantes mal contados estaba aterrizando un helicóptero! Aquello era histórico. Empezaron a venir más y más vecinos para hablar con Marcos, porque él había sido quien había puesto el tuit. Y a preguntar, claro, querían hacerle un montón de preguntas.

El helicóptero aterrizó con rapidez en la era, detrás de la iglesia. De él salieron corriendo un entrevistador y un cámara. Matías, que se moría de la risa, se atusó las canas, se puso en pie e hizo callar a todos:

—Fijaos, que lo del mensaje va muy en serio —Empezó a ponerse colorado—. ¿Cómo pueden liar un follón tan grande por esta tontería? ¡Hasta Google está dando un comunicado sobre la nota...!

—Pero ¡qué gilipollez! —dijo Carlos—. ¿Qué importancia puede tener lo que ponga?

Los periodistas, en cuanto entraron en la cantina, preguntaron por Marcos.

—¿Y qué dicen los de Google? —gritó alguien.

—Míralo tú mismo; míralo si no me crees —dijo Matías—. Se lo van a meter a un superordenador de los suyos, porque la gente se ha vuelto loca y ya han retuiteado la foto sesenta millones de veces.

El cámara se puso a grabar y le dio un micro al locutor. La gente se apartó y empezaron a entrevistar a Marcos. El pobre Marcos no sabía qué responder. Una pregunta, Marcos intentó contestar como pudo; otra, Marcos se puso colorado; la tercera, la cuarta, Marcos se inventó que había visto la importancia de la nota desde el primer momento.

Entonces apareció Álex en la cantina y gritó que él era quien había encontrado la botella. Todo el mundo se calló y lo miró. El periodista sonrió y empezó a acercarse al chiquillo. La gente se apartaba para dejarlo pasar y le daban la espalda a Marcos. Mi amigo, en silencio, agachó la cabeza.

De repente, el periodista se detuvo. Levantó la vista, se puso un dedo en los labios y ordenó silencio. Contuvimos la respiración. Se oían niños jugando en la plaza y se cayó algo detrás de la barra, pero nadie miró. El periodista se apretó el auricular izquierdo y, medio minuto después, dijo:

—A ver, a ver. La transcripción del mensaje dice: «Estoy harto, estoy solo. Así no merece la pena seguir viviendo. Sergio Altamira». Tiene la fecha de hoy.

Hubo un suspiro general. Dos mujeres se pusieron a llorar.

—¿Quién es ese Sergio Altamira? —preguntó el periodista.

—El Sergio, el Sergio..., ¿quién va a ser? —dijo una voz.

—El único Sergio que hay por aquí es un chaval de clase que vive en la finca grande —dijo Alex.

—¿La finca grande? —preguntó el cámara.

—Sí, el caserón que está encima del acantilado —dije yo.

—A Sergio nadie le habla en clase, le gastan bromas muy pesadas y se meten con él. Siempre está en sus cosas, solo. No tiene ni un amigo —dijo Álex.

El periodista pensó con rapidez:

—¿Alguien nos puede llevar a hablar con ese chico? Lo vamos a hacer famoso.

—Yo los llevo, sin problema —dijo Marcos.

En el todoterreno de Marcos nos fuimos él, los de la prensa y yo. El caserón está a unos cinco kilómetros, y solo vive allí la familia del guarda. A veces se dan una vuelta los dueños de la finca y se quedan unos días.

En un momento se formó una caravana. A la cabeza íbamos nosotros. Bien cerca, varios coches y furgonetas de la aldea y, más atrás, venían los chavales, en bicicleta, pedaleando con todas sus fuerzas. Nadie quería perderse la entrevista.

Cuando llegamos, la esposa del guarda salió apresurada. Hacía señales de que parásemos. Marcos frenó en seco y se bajó con rapidez.

—Mi Sergio, mi Sergio... —gritó la mujer—. Mi marido ya está llamando a la guardia civil.

La pobre madre apenas podía hablar. Señalaba al mar, al pie del acantilado. En cuanto la vi, comprendí lo que había pasado.

 

No encontraron el cuerpo de Sergio hasta la mañana siguiente. Varias televisiones siguieron la búsqueda del chaval y el suceso tuvo cobertura internacional. De todas partes llegaron condolencias a la familia de Sergio y hasta se acercaron autoridades para estar en el entierro y salir por la tele.

Sergio, se dijo en las tertulias, había muerto porque sus compañeros no le hacían ningún caso. Incluso algunos se pasaban tres pueblos con sus bromas. Él, que no soportaba estar solo en el instituto, se había encerrado en su imaginación y se había construido su propio lenguaje.

Un lenguaje hecho de palabras que nadie entendía, porque pertenecían a una lengua única: la lengua de la soledad.

 

© Guillermo Arquillos — 20/09/2023

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