LO QUE DAS
LO QUE DAS
“Lo más
importante en cualquier relación
no es lo que
obtienes, sino lo que das”.
Eleanor
Roosevelt
Sin que nadie
lo pudiera esperar, llegó el primer síntoma. Era el dieciocho de febrero de sus
cincuenta y siete años, una pena, fíjate qué joven, qué desgracia. Un alumno le hizo una pregunta y el no supo recordar
la respuesta. Buscó y rebuscó entre sus neuronas, pero en su cabeza solo
escuchaba una especie de silencio blanco.
El sábado
siguiente fue todavía peor. Después de comprar los churros, se dio cuenta de
que su dirección se le había borrado de la memoria. Un vecino acabó por
acompañar a Genaro a su casa.
Luego vinieron
las quejas de los padres del instituto por los repetidos olvidos del
catedrático de Historia: «Señor director, don Genaro no está a la altura. Mi
hijo tiene ya mismo la selectividad y no puede ir mal preparado...».
Aquel fue el
último curso en que Genaro dio clase. Adela se dio cuenta de que algo pasaba:
«No son simples despistes, cariño», y el diagnóstico terminó incluyendo la
palabra maldita: alzhéimer.
Durante un
tiempo, jubilado y en casa, él no acababa de encontrarse ni bien ni mal. Todo
era sencillo: le molestaba la espalda, le dolía la cabeza y se quejaba: «me
falla la memoria». Se quejaba demasiadas veces.
Adela, con la
ayuda de Lucrecia, una muchacha contratada para acompañarlo, era capaz de
sobrellevar la situación. Las hijas los visitaban cuando podían y echaban una
mano, robándoles tiempo a sus propias familias. La madre, a pesar de la
enfermedad del marido, intentó seguir con su vida, salir con sus amigas. No
quería que su casa fuera su cárcel.
Un buen
día, las niñas le dijeron a Adela que lo mejor que podía hacer
era ingresarlo donde estuviera bien atendido.
—No quiero
meterlo en una residencia —les dijo—. Como nos ayuda Lucrecia, podremos afrontar
la situación según vayan viniendo las cosas. A veces, todo se estanca durante mucho
tiempo y vuestro padre, tal y como está, no va mal del todo por ahora.
—Tú tienes que
vivir tu vida, mamá, dentro de poco la enfermedad se puede convertir en algo
asfixiante.
Ella miraba
los ojos de su Genaro, ya casi siempre atentos a escrutar el vacío, y se daba
cuenta de que no la reconocía. Le tomaba la mano, y se transportaba a aquel
pantano de las afueras del pueblo donde, poco a poco, habían ido conociendo sus
cuerpos y habían aprendido juntos a comerse a besos y a ser dichosos. O revivía
la cara de miedo que tenía en el paritorio. «Yo entro contigo, Adela, porque en
el pasillo nadie me conoce. ¿Qué voy a hacer yo aquí afuera?». La mujer sonreía
recordando cómo aquel valiente se había desmayado las dos
veces para “celebrar” los dos nacimientos. Era su modo particular “de
darles la bienvenida a sus hijas”.
Sobre todo, se
acordaba de su mirada cuando a ella, con cincuenta y pocos, le diagnosticaron
el cáncer de pecho. Él fue el único que realmente le había dado la fuerza que
necesitaba para seguir adelante. Ni su madre, ni sus hermanas, ni la mayor
parte de sus amigas habían estado a la altura, porque solo le contagiaban miedo
y la compadecían. Dolor, pena, tristeza: a todo el mundo le daba lástima; pero
él supo transmitirle amor. La hizo sentirse tan especial aquellas noches de
verano, que habían disfrutado, otra vez, del mirador del embalse, como dos
jóvenes, bajo un millón de estrellas.
Ahora, Genaro
ya no se acordaba de que la quería, pero ella estaba segura de que, debajo de
ese rotundo olvido, la razón de existir de aquel hombre continuaba siendo ella.
No importaba que se hubiera borrado de su mente para siempre. Ojalá la llegara
a recordar, aunque solo fuera unos minutos. Quería darle un beso y despedirse
de él.
***
El primer día
fue un viernes. Desde aquel momento, aquello se fue convirtiendo en un hábito.
Ella, bañada en lágrimas, aprendió como pudo a soportar la manera que tenía de
gritar que no entendía qué le pasaba. Le estaba acariciando la cara cuando él,
de repente, le cogió la muñeca con fuerza y la empujó lejos. Le hizo daño:
«¡Déjame, ladrona, que solo quieres mi dinero!».
Adela sabía
que un día podría llegar a insultarla, pero no se le había pasado por la cabeza
que aquel momento se presentaría tan pronto.
Al principio,
aquella manera de tratarla fue algo esporádico. Después se fue convirtiendo en
una rutina. A Lucrecia, en cambio, la respetaba y, cuando era capaz, le sonreía
con cariño. A sus hijas, las ignoraba. Solo hablaba con ellas para preguntarles
que qué habían hecho con la chica guapa. Que dónde la habían
metido. Que si la habían matado.
Lo peor eran
las tardes. Al despertarse de la siesta y ver que Lucrecia no estaba, no dejaba
que su mujer se le acercara. Si intentaba cambiarle el pañal, por ejemplo, le
pegaba en la cara y le tiraba del pelo. La llamaba vieja y gorda y le gritaba
que se marchase. De pronto, se imaginaba que lo quería matar. Bastaba con que
la cucharada estuviera muy llena, o muy caliente, o demasiado dulce: lo estaba
envenenando. «¡Asesina, mala! Te voy a denunciar porque no paras de robarme,
bruja, fea». Luego, se volvía a callar un buen rato y, alguna vez, descansaba
de tanto odio y le sonreía como un bebé. Un bebé de cincuenta y nueve años,
porque solo habían pasado dos desde aquel sombrío dieciocho de febrero.
A veces, Adela
necesitaba contárselo a alguien:
—No puedo
remediarlo, hijas. Lo quiero. Ahora es como un niño y me insulta como si fuera
un niño, pero yo lo quiero las veinticuatro horas. Lo quiero por lo que ha sido
y ya no es. Lo quiero porque no concibo mi vida sin quererlo.
—Mamá, no
puedes seguir así. Va a acabar contigo. Te va a terminar matando.
—¿Y qué manera
mejor de morir hay en el mundo que morir porque lo quiero?
Un día le pegó
también a Lucrecia y a la esposa le surgió la duda. Ahora ya nadie podía
acercársele. Le empezaron a poner dosis altas de calmantes y comenzó a estar
casi todo el día dormido. Aquel ya no era Genaro, sino un desconocido que se había
apoderado de su vida. Era el olvido.
Varias amigas,
e incluso la médica que la visitaba en casa después de la consulta, le
volvieron a aconsejar que lo ingresara en una residencia. Aunque era muy cara,
había una plaza y podían atenderlo con la ayuda económica de las hijas.
Fueron varias
noches sin dormir. Había que decidirse o perderían la oportunidad. No se podía
saber si se presentaría otra ocasión. «Ahora o nunca, mamá. Ahora o quién sabe
cuándo».
Y Adela cedió.
Con todo el dolor de su corazón, sintiendo que traicionaba a su compañero,
diciéndose que era una ruin egoísta, cedió. No podía más. Había hecho todo lo que
era capaz de hacer.
***
Aquel domingo
empezó a recoger las cosas indispensables, las que sabía que su Genaro iba a
necesitar en la residencia. Había que prepararlo todo porque la mañana
siguiente venían a recogerlo. Como estaban seguras de que su madre lo iba a
pasar tan mal, las hijas vinieron a la casa y se unieron a también a Lucrecia. Las
cuatro fueron revisando estanterías y bajando maletas de los altillos.
La chica fue
quien se dio cuenta de lo que estaba escrito en la funda de aquel DVD. Con
letra picuda, la que un día había tenido Genaro, había un pequeño mensaje: «16
de marzo. Adela, quiero que veas este DVD cuando yo ya no me acuerde de quién
eres ni sepa quién he sido yo mismo».
A la mujer le
empezaron a sudar las manos. Le temblaba la voz y se echó a llorar. El hombre
que ahora estaba siempre dormido había grabado aquel disco solo un mes después
del primer síntoma: sabía lo que le iba a pasar incluso antes de que lo
diagnosticaran.
Buscaron su
portátil y dejaron sola a la madre para que su esposo le dijera adiós. Aquella
era la despedida que le había grabado cuando todavía habitaba en su cuerpo y en
su mente.
Pasaron diez
minutos, o quizá diez siglos. Ni sus hijas ni Lucrecia podían estar seguras del
tiempo que Adela había estado en el salón viendo aquellas imágenes.
La esposa salió
transfigurada.
—¿Qué dice,
mamá, qué dice?
—Dice que me
quiere, que siempre me ha querido. Me dice que lo importante en nuestro
matrimonio ha sido lo que nos hemos dado. Porque lo que cuenta no es lo que
obtienes. Lo importante es lo que das. Y yo ya no puedo dar
más.
***
Genaro murió
en aquella residencia, una semana después de que fuera ingresado.
Adela, sus
hijas y Lucrecia subieron al pantano y arrojaron allí sus cenizas. Y se hicieron grabar cuatro colgantes de oro con una
pequeña inscripción: “Lo importante es lo que das”.
© Guillermo Arquillos 01/08/2023
¡Tremendo, Guillermo!. Esta 'puta' enfermedad es como tu la has descrito. Muy bien. Poco a poco nos haces visualizar en estas líneas todo el proceso. Yo nunca lo he vivido en personas de mi alrededor, pero he oído secuencias tal y como tu las describes.
ResponderEliminarMuy buen relato.
Muchas gracias, Blas
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