EL MURO
EL MURO
Un relato de G. Treselles
Cuando le dijeron a Elvira que Helio se paseaba de noche por
entre las tumbas del camposanto, pensó que alguna cabeza no funcionaba bien en
el pueblo. O era la cabeza de la pobre Helio, que la habría perdido; o era la
de los que chismorreaban, porque «en estos pueblos de Galicia el viento que
sube de las rías les sienta mal a algunos y se les seca el cerebro», pensó.
¿Cómo iba Helio a pasearse por el cementerio a las tantas? ¿Es
que no conocían el respeto a los difuntos que exigía la tradición? «No. No puede
ser. A los muertos hay que dejarlos descansar; ni molestarlos, ni despertarlos»,
se dijo.
De todas formas, Elvira estaba preocupada. Hacía mucho
tiempo que no había ido a visitar a su madre ni había visto a Helio desde que
estuvieron haciendo la obra en el patio y les cayó el muro encima. La pobre
Elvira se había quedado coja. Tendría que arrastrar su pierna derecha así, casi
insensible, durante el resto de su vida. Los vecinos dijeron que el accidente
lo causó la imprudencia de Helio, que decía que entendía de todo. Ella solita se
había puesto a apilar pedruscos sin ninguna precaución, uno sobre otro, para
hacer el nuevo muro y, claro, una persona que no tiene idea de construcción,
por muy lista que se crea, termina cometiendo errores. Y esos errores pueden
llegar a ser fatales. Elvira, sin ir más lejos, había quedado mal para el resto
de su vida y hasta podría haber muerto con el derrumbe.
Aquella noche había luna llena. Elvira, con sus muletas, se estaba
acercando al cementerio cuando vio el enorme gato negro que corría como si huyera
del diablo, que daba un salto por la verja del cementerio y que se subía a la
tapia, oscura, vieja, llena de musgo. Desde allí se puso a vigilar el callejón,
que quedaba fuera, y las tumbas, que se apretujaban dentro.
El camposanto de la parroquia estaba dividido en dos zonas.
En una estaban las tumbas de los pobres, que eran nichos pequeños, distribuidos
en bloques; y en la otra estaban las de los ricos: enterrados en el suelo o en panteones,
a veces construidos con mármoles carísimos, con esculturas de ángeles y flores labradas
en la piedra.
Elvira entró en el cementerio y buscó el nicho de su madre.
—Hace años, nai, que no vengo a verla —dijo en voz
baja—. El accidente de Helio nos separó a las dos hermanas y a mí me dejó esta
pierna inútil.
Tomó aliento para respirar, aunque tenía la intuición de que
unos ojos estaban mirando sus espaldas.
—Ni se imagina cuánto la echo de menos, nai. Ya sabe
que la casa es demasiado grande y, aunque hay una parte del patio que no uso,
porque las piedras están como cuando se derrumbaron sobre nosotras, yo sola no
soy capaz de conservarla en buen estado —añadió—. Lo mejor será venderla. Me figuro
que usted hubiera hecho lo mismo. Seguro que saco un buen dinero con la venta.
Quizá la luna temblase en aquel momento; quizá soplase un
viento frío desde la ría; quizá maullase el gato sobre la tapia del camposanto o
se oyeran las hojas de algún árbol agitarse, asustadas; pero, de repente,
Elvira escuchó la voz de Helio:
—¡Imbécil! —decía a sus espaldas—. ¿Ese era tu plan? ¿Por
eso lo hiciste? ¿Para vender la casa de nuestros padres y quedarte con todo el
dinero?
El brazo derecho de Elvira empezó a temblar e hizo ademán de
volver la cabeza en busca de aquella voz. Estuvo a punto de perder el
equilibrio. Unas nubes ocultaron la luz de la luna y, de la zona de los panteones,
se levantó un olor pestilente.
Como pudo, sin girar el cuerpo, la mujer se mantuvo en pie.
—Déjame en paz, Helio —dijo casi a gritos—. Ya sé que no
estás ahí.
Elvira tenía el corazón fuera de control, golpeando en el
interior de su pecho como si quisiera reventarle las costillas. Apenas podía
parar de resoplar y resoplar y su rostro estaba inundado de sudor y de
lágrimas.
—¿Eso es lo que quieres, Elvira? ¿Que me vaya para siempre?
—Se oyó la voz de Helio.
El gato que estaba en la tapia maulló como si alguien viniera
por la explanada de la parroquia y fuera a entrar en el recinto. De repente, se
apartaron todas las nubes y la luz de la luna inundó los nichos y las tumbas.
—Sí, Helio —dijo Elvira—. Quiero que te vayas para siempre. Nadie
sabrá nunca lo que hice con tu maldito muro aquella tarde.
Y volvió el cuerpo para mirar lo que quedaba a su espalda.
Entonces vio a su hermana Helio, la difunta, que estaba de
pie, flotando en el aire, con la cabeza colgando hacia el lado derecho. Debajo,
una tumba reflejaba la luz intensa de la luna llena. Elvira, con un grito,
perdió el equilibrio y el gato negro saltó sobre un ratón que pasaba. Le rompió
el cuello sin que pudiera defenderse.
Al día siguiente, a media mañana, encontraron a Elvira caída
delante de la tumba de su madre. Su rostro se había congelado en un gesto de
terror. Tenía el cuello roto.
© Guillermo Treselles — 27/07/2023
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