UN ASIENTO VACÍO

 


UN ASIENTO VACÍO

Amado Richard, antes de hacerte una importante petición que espero que te agrade, quiero contarte lo que me pasó hace unos años con una muchacha de la que seguramente te llegarían noticias a pesar de la distancia que nos separa. Yo tenía por entonces veintiséis años, una edad ya madura para un soberano y ella (cuyo nombre nunca aprendí) tenía dieciséis. El mismo día que la elegí y la estrené, la obligué a jurar que no viviría a costa de un hijo bastardo, si es que me proporcionaba uno.

La chica me encandiló cuando pasamos por su aldea viniendo de una cacería que celebró mi corte. Aquel día las cestas de los trofeos venían casi vacías y los criados solo acarreaban un par de ciervos y tres jabalíes. Decidí que un grupo de soldados fuera por delante expropiando grano y comida de los lugares que atravesábamos. Ya sabes cómo es de desagradecida esta gente de la gleba. En el castillo los cobijamos y protegemos, dejamos que trabajen en nuestras tierras (siempre entregándonos la mitad de las cosechas, como es de ley), a veces hasta les regalamos ropas viejas o unos muebles usados. Siempre quieren más: animales de carga, carros, exenciones de impuestos, incluso ambicionan caballos. El caso es pedir, pedir y exigir. Estoy harto de tanto siervo inútil (como supongo que a ti te pasa con los tuyos).

Ya sabes que el trono de mi reina Mireya quedó vacío desde que falleció a sus veintidós años por el mal parto que le dio mi primogénito Henry. El mamoncillo terminó muriendo al poco tiempo, cuando todavía estaba a cargo de sus nodrizas. Yo creo que pereció de debilidad, porque la lactancia no debe prolongarse en los que están destinados a ser reyes, pero las amas insistieron en que la leche de las criaderas lo conservarían vigoroso.

Pasamos por la aldea, ya te digo, y los aldeanos estaban formando una fila a cada lado del camino. Me fijé en la muchacha. Era preciosa: pelirrubia, pecosa, con senos crecidos y ojos claros, alta y delgada. Pensé que sería un buen adorno para mi cama durante un par de estaciones y para el trono que había dejado Mireya, aunque solo fuera ornamento temporal, sin ningún derecho, como es de ley en una sierva.

Cuando pasaba, la miré:

—Agarrad a esa hembra, me la llevo —dije señalándola.

La familia, o quienesquiera que fuesen los que estuvieran a su lado, empezaron a quejarse con lamentos y ayes. Hice entonces una seña y les arrojaron un puñado de monedas que acallaron las protestas. Toda la aldea quedó en silencio. En las mugrientas caras de los rapaces afloraron sonrisas miedosas. A lo lejos se oía a alguien trabajando. El herrero durmió durante meses en mis mazmorras por seguir con su faena y no salir a saludar a su amo y señor natural.

La chica, una vez despiojada, lavada y perfumada, era rematadamente hermosa. Lucía siempre los primorosos vestidos de Mireya y resultó ser tan buena en la cama como dulce en el trato con mis invitados. Si no hubiera sido una vulgar campesina con una sangre innoble de la misma calidad que la de un marrano, la hubiera convertido en mi amante oficial.

Por las mañanas, ella misma se encargaba de que mi desayuno estuviera a punto: cerveza, huevos revueltos, arenque ahumado y carne hervida. Ya sabes que mi mesa siempre ha sido frugal y que soy de poco comer. Cuando me empezaron los horribles dolores en las tripas, las cocineras me explicaron que ella misma se encargaba de prepararme los huevos revueltos, siempre con sabores y aromas deliciosos. Hubo días en que los sufrimientos del vientre se me hicieron insoportables y no pude hacer otra cosa que estar cerca de la letrina a la que tenía que acudir constantemente. Dejé de comer casi por completo y empecé a adelgazar hasta parecer un junco. La chica insistía en que el desayuno era tan importante que llegó a convertirse en la única comida que tomaba a diario.

Los nobles no querían dejar de festejar a costa del tesoro del reino y cada semana acudían a comer y beber gratis en mi castillo para acabar refocilando con alguna furcia hasta la madrugada. Mientras hubiera cerveza, vino y jabalí asado, no les importaba que el asiento vacío del comedor fuera el mío y que el de Mireya estuviera ocupado por la joven ramera. Ella era aún más generosa que yo a la hora de agasajar a aquella nobleza innoble mientras yo sentía que la vida se me escapaba defecando.

Un día, una cocinera me contó que el padre de la chica había acudido al castillo. Cuando supe que veía a su hija todas las semanas, decidí no volver a probar ningún alimento que me preparase el demonio rubio. Comencé entonces a mejorar, fue inmediato. Tomé sopas y aves, me alimenté de muchas verduras, como los siervos, y comí durante semanas como los campesinos. Cuando recobré algunas fuerzas hice ahorcar a aquella malvada junto con toda su familia, como corresponde a los felones, por tratar de envenenarme con los malditos huevos revueltos y lo que le traía su padre.

Han pasado ya dos años, Richard, y hoy me arrepiento de todo aquello. Quizá la chica no era tan mala para ocupar el asiento vacío que había dejado Mireya. Quizá no era tan traidora, quién sabe. Es posible que las muertes fueran injustas, aunque no creo que importe mucho el destino de aquellos seres insignificantes. Hace dos meses, amigo, todavía muerto de miedo, he vuelto a tomar huevos revueltos para desayunar, como me preparaba la desdichada. Desde entonces han regresado los dolores de mis tripas y las constantes visitas a la letrina.

Además, he sabido que la gente de la aldea me odia por haber ejecutado a la familia de la chica y que si me respetan es solo porque les devolví sano y salvo al herrero. Eso sí, regresó más delgado que cuando vino a las mazmorras porque, en aquel momento, estaba tan obeso como un toro castrado.

Richard, te escribo porque sé que tienes una hija de veinte años que se conserva virgen, un poco mayor para mis gustos, pero de muy buen ver. Lo importante es que está en edad de parir, Richard, y estoy seguro de que sería una estupenda alianza para tu familia.

Por eso te pido que me la envíes para ocupar la silla vacía que dejó Mireya. Deseo que tu hija ocupe mi cama por las noches y me prepare el desayuno por las mañanas. Eso sí, dile que no me haga nunca huevos revueltos.

Te lo ruego de corazón, como se lo pediría a un hermano. Esto no es una orden, pero piensa en el pago que recibió el herrero que no salió a agasajar a su rey cuando pasaba por la aldea.

Un saludo.

Yo, el rey.

 

© Guillermo Arquillos — 04/06/2023


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