LA CAZA
LA CAZA
El cazador se internó en la selva. El paso del río,
que estaba vigilado, era el único que se podía utilizar en varios kilómetros a
la redonda. No había tiempo que perder: debía entregar la presa viva a su
cliente antes de la puesta del sol.
Después de haber cumplido decenas de encargos
extravagantes, uno más carecía de importancia. Él era un profesional, el mejor.
Por eso lo buscaban los hombres más ricos del Brasil y nunca le faltaba trabajo.
Si todo salía bien, podría retirarse a un pueblo tranquilo. Ya estaba harto del
peligro que suponían los animales y los aborígenes. Si lo atrapaban se lo
terminarían comiendo, como ya habían hecho con algún conocido.
Cuando el guardia se alejó de su puesto solitario en
la ribera, el cazador cruzó sobre las maderas inestables, bebió un poco de su
cantimplora y continuó su camino, apartando la maleza, fijándose con cuidado
dónde ponía el pie. Llevaba los ojos muy abiertos y los oídos atentos a
cualquier indicio de peligro. En la selva, casi todas las amenazas acababan de
la peor manera posible.
Siete horas después, cuando llegó a la
hacienda, los camareros estaban ocupados; el propietario, el señor Harris,
agasajaba a sus invitados con buena comida, excelentes vinos y música selecta.
Pero quien se presentó en la mansión fue el guarda, no
el cazador. Llegó corriendo, nervioso, temblando. Los empleados lo condujeron
al pabellón sur, el más alejado, y avisaron al señor.
Harris, que venía con un ayudante, traía las cejas
arrugadas y las manos en la espalda. Apretaba con fuerza los labios.
—De modo que ha abandonado su puesto y ha venido hasta
aquí —le dijo con desprecio.
—Efectivamente, señor.
El guardia agarraba su gorra con ambas manos. Tenía
los hombros caídos y estaba sudando.
—Yo había enviado un hombre. ¿Qué sabe de él?
—Fue horrible, señor.
—¿Horrible?
—Espantoso. Sí, señor, ya lo creo. Espantoso. —Tragó
un poco de saliva—. Desde la orilla de enfrente, aquel hombre me gritó que usted
lo había contratado. Quería que me acercara deprisa con la barca para regresar
porque estaba herido en una pierna.
—¿Herido? —Harris levantó las cejas.
—Oh, sí, señor. Ya lo creo. —Volvió a tragar saliva—. Oí
mucho ruido: eran los aborígenes que lo estaban persiguiendo. —Hizo una pausa—.
Lo estaban cazando.
Durante un momento Harris pareció reflexionar. Pero el
guarda volvió a hablar:
—Usted sabe que las leyes prohíben ciertas cazas en la
selva. Son ilegales, señor. Yo tengo un sueldo miserable, señor Harris, y debo mantener
a mi mujer y a mis dos chavales. —Sonrió—. Ya se imagina usted lo mal que lo
pasamos…
Harris asintió con lentitud, sin dejar de mirarlo a
los ojos. El guardia, de repente, cambió el gesto de su cara.
—Vi cómo los salvajes lo cazaron. Me
pedía ayuda, me suplicaba, pero yo no podía socorrerlo sin poner mi vida en peligro.
—El guarda hablaba ahora sin prisa. —De pronto se oyó un grito horrible y lo
acribillaron decenas de flechas. Arrastraron su cuerpo muerto entre la maleza, como
si fuera un animal. Si no cruzaron el agua a por mí, fue porque conocen bien
que la magia de nuestros palos de fuego es invencible.
Harris quedó pensativo unos instantes.
—Vaya —dijo sin alterar su rostro. —A estas horas lo
estarán devorando.
Al guarda se le iluminó el rostro cuando dijo:
—En fin, señor. Espero que se acuerde de que usted le
encargó algo ilegal. Algo muy grave, y yo tengo familia…
Harris torció la boca en una mueca que simulaba ser
una sonrisa:
—Es cierto... Bien, bien... No hay nada que no pueda
arreglarse con un poco de comprensión ¿No le parece?
—Oh, sí, señor, ya lo creo. Un poco de comprensión
resolverá todo este asunto. El comandante Dos Santos no debe enterarse de nada.
¿Sabe? —Sonreía con los labios un poco torcidos—. El comandante siempre nos insiste
en la importancia de las leyes.
—Bien, bien… Ahora debo ausentarme unos minutos —dijo
Harris—. Estaré de regreso en cuanto me sea posible. —Miró a su empleado. —Alessandro,
por favor, acompaña a este caballero hasta mi vuelta.
Y se fue con paso decidido.
Mientras esperaba, el guarda se sentó y fue recorriendo
el salón con la mirada. Nunca había visto tanta riqueza. A los maravillosos
cortinajes, mármoles, cuadros, lámparas y espejos había que añadir el fabuloso jardín
que se veía a través de los ventanales. Estaba muy cuidado. Al fondo, se
divisaba lo que parecía ser un laberinto vegetal y una especie de enorme bosque.
Todo aquello, dentro de los muros de la hacienda.
Pasó un buen rato, quizá media hora. Alessandro sonreía
y ambos permanecían en silencio.
De repente, Harris regresó con dos amigos. Uno de
ellos era un desconocido. El guardia puso cara de asombro mientras se
incorporaba: junto a Harris venía también el comandante Dos Santos, su
superior.
Se cuadró. Dos Santos sonrió y le hizo un gesto
desganado parecido a un saludo militar.
—Alessandro, por favor —dijo Harris—, ¿puedes traer el
material?
—Ahora mismo, señor —contestó.
—Bien, caballero, creo que es conveniente que conozca
la situación con detalle —dijo Harris.
El funcionario arrugó la frente y apretó un poco los
labios.
—El hecho de que usted haya llegado a mi hacienda y
haya visto lo que ha sucedido con el cazador, nos coloca, a mis amigos y a mí,
en una situación, digamos… incómoda.
Alessandro volvió a entrar en la sala. Traía varios
arcos como los que usaban los nativos, con unas cuantas flechas.
—El encargo que tenía el cazador era traer vivo a un
salvaje —sonrió Harris—. Esta noche, nosotros tres íbamos a jugar a cazarlo. Lo
íbamos a perseguir en mi bosque. Como nos gusta el deporte justo, le daríamos
alguna ventaja para que huyera y así luchara por su vida. Estas son nuestras
armas: arcos y flechas como las de los nativos. Lo haríamos correr, huir y
esconderse durante una hora. Sesenta minutos de cacería, pura diversión. Ahora,
fíjese qué contrariedad, viene este imprevisto y nos obliga a cambiar los
planes.
Los tres hombres clavaron sus ojos en el rostro del
funcionario.
—La verdad es que no tiene importancia porque, de
todas formas, nosotros vamos a divertirnos. Por cierto —Harris hizo una pausa—,
no admito su chantaje. De ninguna manera. El comandante Dos Santos, aquí
presente, está de acuerdo conmigo.
Hizo un gesto con la cabeza hacia el oficial y, con
una sonrisa congelada, añadió:
—Le vamos a dar cinco minutos de ventaja, buen hombre.
Esto no es una broma. Vamos a por usted. La caza empezará dentro de cinco
minutos exactos. Huya. Usted debe luchar por su vida durante una hora.
Y añadió:
—Usted será nuestro trofeo. Va a ser divertido, ya lo
verá.
Alessandro abrió una puerta de cristal. El guardia
dudó un momento. Entonces salió al jardín y echó a correr hacia los árboles.
Pasaron cinco minutos y Alessandro dijo con solemnidad:
—Señores, hora de cazar.
© Guillermo Arquillos — 11/06/2023
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