PARA SU HIJA
PARA SU HIJA
El padre buscó por toda la ciudad la muñeca que su hija le
había pedido. Se coló en varias tiendas destruidas y saqueadas. En el ropero de
una iglesia, en el que entró después de matar a un enemigo que estaba
escondido, tampoco vio nada.
Al avanzar por una calle, desde un garaje, una granada hirió
a dos compañeros que iban detrás de él. Por suerte, él acababa de caer en un
gran hoyo que había hecho un cohete enemigo, justo un poco más adelante. Por
eso resultó ileso. Unos metros más allá, a la derecha, había una juguetería. O lo
que quedaba de ella.
Muy cerca, se oían los gritos de los heridos. Las balas
venían de no se sabía dónde e iban a cualquier parte. Querían herir el cuerpo
de algún compañero o quizá el suyo…
Su unidad estaba respondiendo a una ofensiva enemiga que era
mucho más fuerte de lo habitual; pero allí, a unos metros, estaba la
juguetería, con los cristales rotos, medio destrozada.
«Pobre Laudka. Cree que me he ido a pasar unos días con los
compañeros que se han salvado de ir al frente y que estamos festejando nuestra
buena suerte. Pero yo estoy aquí, en esta maldita zanja, muerto de miedo,
delante de estos cabrones».
Los sanitarios ya habían llegado para arrastrar los cuerpos
de los amigos por toda la calle, de la mejor manera posible, hasta ponerlos en
un lugar seguro. Podía oírlos a sus espaldas, pero él no escondía la cabeza del
todo dentro del enorme socavón porque se había fijado en que en la juguetería
había una preciosa muñeca de trapo, más bien grande. Seguro que le gustaría a
Laudka.
Dispararon otra ráfaga desde la izquierda y tuvo que
agacharse de nuevo a esperar a que pasasen aquellos momentos de peligro.
Entonces, lo oyó. Desde la parte de atrás de la calle llegó
el sonido inconfundible de un tanque de su propio ejército. Se acercaba
lentamente. Era urgente salir de allí porque las cosas se podían poner todavía
más feas, con la reacción del enemigo.
Sin que supiera cómo, sin pensar en lo que estaba haciendo,
se levantó hasta poner los pies en el asfalto y echó a correr. Sonaron más
disparos, tropezó y sintió como si un hierro hirviendo le atravesara el muslo
derecho. Siguió corriendo, zigzagueante, mientras el carro de combate, detrás
de él, mandó un regalito hacia donde venían los disparos.
—Laudka, cariño, hija mía, he vuelto de la fiesta con mis
compañeros —le dijo a la niña.
En sus manos le traía una gran muñeca de peluche. Era el
regalo que había rescatado de la juguetería destrozada de aquella maldita
ciudad. Venía apoyándose en una muleta de madera.
—Nunca es tarde para ver tus preciosos ojos, Laudka.
Le colocó la muñeca al lado del cuerpo, en la cajita blanca.
El enemigo había llegado al pueblo antes que él.
El padre cerró los ojos de su pequeña, después el ataúd
blanco y se echó a llorar.
© Guillermo Arquillos 06/04/2023
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