LA CAJITA DE MATHIUS

 




LA CAJITA DE MATHIUS

 

—Pasa, Mónica —dijo Mathius —, no hay tiempo que perder.

Mónica era imponente; alta, rubia y elegante. Tenía perfectos los ojos, la cara, los largos y delgados dedos...

La muchacha saludó a Mathius con una leve sonrisa y una inclinación de cabeza y pasaron a una sala grande. Sonaba un zumbido desagradable, como el de un tubo fluorescente medio estropeado, una antigualla. Había un aroma de guiso de alubias y las paredes rezumaban humedad. Al fondo, en una mesa pegada a la pared, había un ordenador de pantalla cochambrosa que olía ligeramente a cable quemado.

Se sentaron uno frente al otro, en las dos sillas de la mesa que estaba en el centro de la sala. Mónica extendió su brazo izquierdo y alargó la mano hacia Mathius.

—Sírvete tú mismo —dijo con una sonrisa. —Buena lectura.

El hombre se puso unas gafas de cristales gruesos, sacó una caja diminuta, una especie de pastillero, agarró con firmeza la mano de la chica y, con ayuda de unas pequeñas pinzas, fue tirando de sus uñas. Estas iban cediendo, una a una, separándose de las uñas naturales a las que estaban adheridas. Mathius las fue depositando con cuidado en la cajita.

Luego pegó con algo transparente un nuevo juego de uñas postizas en aquellos dedos. Nadie podría decir que no eran las que traía puestas cuando la chica entró.

—¿Cuántos me traes esta vez? —preguntó Mathius.

—Unos cincuenta mil.

—Estupendo. Con estos, ya tenemos casi dos millones de ejemplares libres de neolenguaje. Literatura original, sin la bazofia de las correcciones ideológicas.

Cuando le propusieron a Mónica que sirviera de enlace con Mathius llevándole los libros digitalizados en sus uñas, creyó que estaba soñando.

«Esta sí que es una causa por la que merece la pena jugarse la vida», pensó.

Se imaginaba que las generaciones futuras podrían leer las versiones auténticas de las historias de Agatha Christie (Diez negritos, Poirot en Egipto...), las obras originales de Shakespeare, podrían conocer al auténtico agente 007 de Ian Fleming, los dichos auténticos de Sancho Panza... millones de obras de arte que estaba destrozando la neoliteratura a la que le aplicaban el neolenguaje. Y Mónica quería contribuir a su permanencia.

Mathius tomó la cajita en la que estaban las uñas, se levantó y se dirigió hacia el ordenador. Algo se le debió caer porque, de repente, se agachó y estuvo en cuclillas un buen rato. Entonces dijo:

—Tengo mucho trabajo, ¿sabes? Esta reliquia de ordenador tarda siglos en descargarse el contenido de cada uña. ¿Ha colaborado mucha gente en este envío?

—No estoy segura, ya sabes lo discretos que tenemos que ser. Creo que son varias bibliotecas particulares, gente que teme que les destrocen sus libros y terminen acusados de cualquier barbaridad.

—Tú te juegas mucho, ¿sabes?

—Es imposible hacértelos llegar de otra manera y a ti te pueden cazar con más facilidad...

En ese momento, se oyó un estruendo en la puerta. Alguien la estaba destrozando.

Entraron entonces unos diez o doce agentes. Daban voces casi incomprensibles, porque hablaban en neolengua y esta era difícil de entender.

No los acusaron de nada, ni siquiera les dirigieron la palabra. Se limitaron a estamparles las porras metálicas en sus estómagos. Luego, cuando Mathius y Mónica ya estaban en el suelo, les dieron patadas en la cabeza. Una y otra vez, una y otra vez.

La sangre se fue extendiendo por las sucias baldosas del suelo.

Uno de los agentes, el que parecía estar al mando, ordenó:

—Mark, proceda.

Y el tal Mark, que tenía hombros musculosos como alas de buitre, empezó a golpear una y otra vez el ordenador, la mesa, la pantalla, el teclado...

 

Al día siguiente, los agentes llevaron los cuerpos de Mathius y Mónica, envueltos en su propia sangre y casi sin vida, ante el juez de la ideología. Era un viejo que, en su juventud, había leído cientos de novelas y quería que los acusados se librasen de su triste final. Pero la ley era inflexible.

 

En la sala húmeda que olía a guiso de alubias, el tubo fluorescente acabó por apagarse. Debajo de las baldosas en las que se había agachado Mathius, había cientos de cajitas con las uñas que habían traído una docena de chicas como Mónica. Eran la biblioteca no ideologizada de los siglos venideros.

 

© Guillermo Arquillos

13/04/2023

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