LA PEDORRETA
LA PEDORRETA
De
repente, en clase de Música, Íker levanta la mano en silencio y el profesor ni
se da cuenta. Bruno, uno de los peores, un repetidor al que odian en su casa, ve
la mano levantada, inclina la cabeza para que lo tape el compañero que tiene delante
y hace una pedorreta.
Varios compañeros se ríen. Otros, muy serios, miran a Bruno
y hasta uno de los que siempre le siguen la corriente le llama la atención en
voz baja:
—Joder, tío, ¡qué mala leche tienes! ¿Es que no te da cosa
del amargado ese?
Bruno le clava los ojos y le enseña el puño derecho:
—Como digas algo de que he sido yo, te parto la boca. Gilipollas.
—Vale, vale, tío... tampoco hay que ponerse así...
El profesor termina viendo la mano levantada y dice casi sin
mirar a chaval:
—Vale, Íker, ve ahora mismo.
El profe, que es un sustituto, piensa unos segundos y no
sabe qué hacer, aunque el jefe de estudios ya lo ha avisado. Es su primera
clase con este curso y solo conoce el nombre de un alumno: Íker.
Íker se levanta muy despacio, como si le costara trabajo.
Se le caen dos lágrimas cuando alguien resopla al fondo del aula. No quiere
llorar, ni ser un bicho raro, ni que se rían de él. Tampoco quiere que sientan
lástima. Le gustaría ser un chico normal y corriente, uno de los que se fijan
en los ojos de alguna compañera y ve que ella está mirando los suyos. Desde que
volvió del hospital, no se atreve a mirar ninguna cara.
«Te acostumbrarás rápido, ya verás», le habían dicho. Pero
un chico de doce años lo pasa mal, muy mal, con lo suyo.
—¿Necesitas que alguien vaya contigo? —dice el profesor.
Hay compañeros que están hablando entre ellos, aunque no se
entiende lo que dicen. «Alguno estará burlándose», piensa el profesor.
Íker niega con la cabeza agachada. Tiene la cara roja. Roja
de ira, roja de vergüenza, roja de impotencia.
El chaval se marcha al servicio y cierra la puerta.
—¿Quién ha sido el de la pedorreta? —. La voz del profesor
es dura. Está enfadado. No va a permitir esos desprecios en su clase.
Una chica de la primera fila interviene:
—¡Son solo bromas, profe...! Tampoco hay que ponerse así...
El profesor la mira:
—¿A ti te gustaría que te tratasen así?
Ahora pasea la mirada por toda la clase y levanta la voz:
—¿A vosotros os gustaría que se rieran en vuestra cara de
esa manera si estuvierais en el lugar de Íker?
Hay un silencio terrible. Pasa un minuto infinito. En las
pistas de deporte se oye a alguien que grita:
—¡Pásamela, tío, pásamela!
Llaman a la puerta.
—Adelante —dice el profesor.
Es Íker, que vuelve con la cabeza agachada. Casi no le sale
la voz de la garganta:
—Es que se me ha olvidado... me he dejado... —. Y señala el
sitio donde se sienta.
En el corto espacio de tiempo que tarda en llegar a su
cartera y sacar lo que necesita, Bruno, que intenta hacerse de nuevo el
gracioso, dice:
—¡Panza culo, panza culo! —. Pero ahora nadie se ríe.
Antes de que acabe la mañana, los padres de Bruno han ido a
recogerlo. Está expulsado una semana. El director amenaza con un cambio de
centro si se repite.
Por la noche, Íker, llorando avergonzado en su cama,
recuerda una y otra vez el mote que le han puesto en la clase desde que volvió
del hospital: «Panza culo».
Los médicos le dijeron que se acostumbraría con rapidez a
la colostomía, pero en sus sueños hay un tren que se acerca muy deprisa. Él se
pone en la vía, de espaldas, para no ver el miedo en la cara del maquinista.
©
Guillermo Arquillos — 19/03/2023
Un gran relato, Guillermo, ¿salido de tu experiencia personal, o escuchada, de tu época de profe?. Lo veo tan real que eso me parece. Un abrazo,
ResponderEliminarBlas
Es ficción. Pero se parece mucho a situaciones que, por desgracia, se dan a veces en los centros.
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