EL NUEVO TRABAJO DE JOHN

 



EL NUEVO TRABAJO DE JOHN

 

Ahora, con el revólver que le ha dado Mr. Harris, se vuelve a sentir más tranquilo. John lo saca de debajo de la almohada, se anuda al cuello su pañuelo amarillo, baja a desayunar unas alubias y un café y se fija en el crujido con que se queja cada peldaño a su paso. Del establo, llega un hedor a boñigas aún más fuerte que el aroma del mejunje que le ponen en la cantina del hotel. El pueblo entero apesta y es un asco. El desagradable olor le trae recuerdos recientes.

Después de visitar cada banco, John se solía preguntar si merecía la pena estar con unos borrachos piojosos que solo sabían robar para sus juergas con rameras mugrientas y whisky nauseabundo. Nunca paraban hasta estar totalmente borrachos y haberse quedado de nuevo sin un centavo. Aquel bucle era imparable: un asalto, una juerga; otro asalto, otra juerga…

El día que, entre risas, mataron al viejo infeliz de detrás de la ventanilla, en Dawson City, se lavó las manos en el abrevadero, tiró su revólver a los pies del jefe y se despidió de aquellos asquerosos desdentados. Ni siquiera quiso su parte. Cuando dejaron de reírse porque comprendieron que les hablaba en serio, escupió en el suelo y maldijo uno por uno a los cuatro. Todavía no entiende por qué no le pegaron un tiro por la espalda, que es lo que él mismo hubiera hecho unos meses antes.

Mr. Harris había enviado un par de tipos a buscarlo. Uno de ellos era Ronald, que era uno de los trabajadores más antiguos del rancho y no sabía pedir las cosas por favor; tampoco a su compañero, el del ridículo bombín, le importaba demasiado resultar simpático a los desconocidos.

«¿Qué gilipollas se tapa la cabeza con un bombín para ir a bregar con las vacas si no es el maldito Cooper este, que parece el guardaespaldas de Ronald?», se pregunta John la primera vez que lo ve.

—Así que, esa es la manera de hacerse rico que tiene Mr. Harris —les dice John.

—Eso es, renegado. Toda tu puta vida te la has tirado robando bancos. ¿Qué tiene de malo cambiar de oficio ahora? —dice Ronald.

Los dos emisarios están cabreados.

—Sabemos que has dejado tu banda —Cooper suelta un gargajo—. De modo que ahora no tienes manera de ganarte la vida ni amigos que te defiendan. O te unes a nosotros por las buenas o te metemos dos balas en tu puta cabeza. Mr. Harris no quiere que vayas contando su vida por las cantinas.

John se lo piensa: «Así que para esto me quería Harris, para que me uniera a estos dos cerdos y trabajara para él. ¿Será cabrón…?».

Harris ha señalado un trabajo para los tres, para mañana, entre Carlown City y Charleston. Harris, quizá mediante algún contacto oportuno con la empresa, siempre se entera de cuándo va a viajar en la diligencia alguien que lleve sus maletas bien repletas de dólares. O quizá tenga algún informador en los bancos. Asaltar una diligencia es la cosa más fácil del mundo para dos tíos duros y un fantoche con bombín.

Pero John tendrá escrúpulos al ver que se trata de dos mujeres y una niña. «¿Para qué matarlas?», se pregunta. «Son gente inocente, lo mismo que era el viejo del banco».

John está convencido de que Ronald y el cabronazo del bombín no son gente inocente.

«Mañana temprano habrá sangre en el asalto a la diligencia», piensa John. Pero ya me encargaré yo de que no sea la de las dos señoras y la cría.

«Y, después de acabar con mis dos nuevos amiguitos, le haré una visita amistosa a Mr. Harris», se dice. «Antes de meterle plomo entre las cejas, voy a oír las explicaciones de ese cerdo, el que se ha hecho rico asaltando diligencias. Para algo tengo el revólver que él mismo me ha conseguido».

Al día siguiente, a media mañana y sin prisa, un vaquero, con un pañuelo amarillo anudado al cuello, ata su caballo en el abrevadero de la hacienda de Mr. Harris.

 

© Guillermo Arquillos

28-nov-2022


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