INTERMITENTE
INTERMITENTE
—Ya se han ido todos.
—Sí, eso parece... —dice María, tratando de sonreír. Tiene
su mano sobre el ratón y el puntero se mueve por la pantalla temblando un poco.
Alguna vez, durante la clase, la imagen se ha quedado
congelada unos segundos. Como la conexión de Jaime no es buena, cuando hay
mucha gente en la sala, los rostros se quedan fijos. Si son demasiados, hasta
el sonido funciona regular.
—Cuando te he visto entrar, no me lo podía creer. No sabía
que te interesara el Renacimiento —dice Jaime, atusándose las canas—. Oye: sigues
igual de joven. ¡Qué maravilla!
A María se le ilumina la cara.
—Si me dices eso, es porque me ves mayor; hace quince años,
en Torrejón, no me dijiste esas cosas...
—... cuando nos vimos—la interrumpe él—, con la de años que
habían pasado, no me diste mucho tiempo para piropos. ¡Anda que tardamos en ir
al hotel!
Jaime se ríe cuando habla. A María siempre le ha gustado ver
su risa, su mandíbula recta y el hoyuelo de su barbilla. Las arrugas cruzarán su
frente, pero nunca borrarán su hoyuelo. María se ruboriza un poco y siente muy
dentro que esos años no han pasado.
—Oye, ya que hemos coincidido por aquí, tenemos que vernos
en persona. ¿No te parece? —dice Jaime.
Se quedan en silencio. Durante un instante reviven sus
encuentros en el puente, a la salida de la aldea. Ya no hay puente y ya no hay
aldea. De aquella época no les queda más que el sabor de los besos inmaduros. «Hay
que volver antes de que se haga de noche, Jaime, o mi madre me preguntará dónde
he estado y voy a tener un problema».
Siempre tuvieron que separarse demasiado pronto.
Cuando destinaron a su padre a Salamanca y lo vio de nuevo,
con su uniforme de soldado y su hoyuelo perenne, también tuvieron poco rato, «no
sea que mi novio se entere, se cabree, y tenga un problema con él... ¡y deja
quietas las manos!».
Luego, en Guadalajara, cuando la recogió a la salida de la
escuela y acabaron por primera vez en un hotel de carretera, todo fue un verse
y no verse, porque el marido de María no se debía imaginar nada o ella tendría
un problema.
Y más adelante, cuando enviudó, con lo joven que era, y debía
volver pronto a casa. Casi tuvo un problema con su hermana, la que se quedaba
con los niños.
María se pone más seria. Mira a un lado, tuerce la boca.
Mira al otro lado, levanta las cejas. Luego se vuelve a fijar en el hoyuelo de
Jaime y no tiene más remedio que sonreír.
—Lo nuestro siempre ha sido un amor intermitente. Unos besos
robados, poco más. —dice Jaime.
—No tiene por qué seguir siendo así... —dice ella con una
sonrisa pícara.
—¿Estás segura?
—Sí, hombre, ahora no tiene por qué haber ningún problema.
El único problema sería que tú ya no quisieras que nos viéramos.
A Jaime se le iluminan los ojos. Ahora, por fin, tiene todo
el tiempo del mundo para vivir con quien siempre ha querido.
© Guillermo Arquillos —
17/01/2023
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