EL CHINCHÓN
EL CHINCHÓN
—¿Qué haces tú aquí?
Al entrar en el piso se dio cuenta del bolso de Carla y
preguntó en voz alta antes de haberla visto siquiera.
—No pareces borracho. ¿Hoy no te has emborrachado? —dijo
Carla, desde el sofá, sin levantar la mirada del móvil.
Él arrugó el entrecejo y se quitó el chaquetón. Al entrar en
el salón y ver a su hermana, ya iba enseñando la mancha de vómito que le bajaba
por el pecho. Era marrón y estaba reseca. El olor era inconfundible. En lugar
de intentar disimularla, se quitó el jersey con rabia y lo tiró al suelo.
—¿Ahí lo vas a dejar? —preguntó ella.
—¿Y a ti qué más te da? Estoy en mi casa.
—Eso no es exacto...
—¡Vete a tomar por culo! ¿Te he dicho alguna vez, en los
últimos tres años, que lo que tienen que hacer todas las hermanas mayores del
mundo es irse a tomar por el culo?
Carla, muy en su papel, levantó la mirada y se quedó mirándolo
a los ojos, como hacía su madre hasta que murió. Al joven le dolía que su
hermana le clavara los ojos. A veces la conciencia nos mira por medio de ojos
ajenos y hasta nos da un puñetazo en el alma.
—¿Cómo has entrado, Carla?
—Tengo llave, todavía la tengo. Recuerda: este piso también
es mío.
—Tendré que cambiar la cerradura.
—¡Una mierda vas a cambiar tú!—. Se puso en pie. En dos
segundos, sobrevolaron el salón mil sentimientos y a Carla se le escaparon
algunas lágrimas —¡Mierda, Pedro! ¿Es que no ves que tienes que cambiar? Por
favor, esto no puede ser lo que hubieran querido papá y mamá. ¿Es que no ves
que esto no puede ser, que no podemos seguir así?
Pedro se derrumbó. Se sentó derrotado en el sillón. Primero
se escondió tras los puños, luego se inclinó hacia un lado, levantó los pies y
se hizo un ovillo, metiendo la cara entre las rodillas.
—No tienes sentimientos, Carla, no tienes sentimientos. A ti
todo te va bien, con tus amigas, tus viajes, tus amantes ocasionales... Pero a
mí. ¿Qué mierda soy yo ahora? ¿El tonto al que buscan los colegas hasta que se
me acabe el dinero?
—¿Por eso no respondes cuando te llamo?
Pedro se sorbió los mocos. Se pasó por la cara la manga de
la camisa y esta se mojó de remordimientos. No sabía qué decir.
—Hoy hace tres años del accidente, Pedro.
—Sí..., tres años... —dijo. Sacó un pañuelo de papel y se
sonó.
Luego añadió:
—A veces imagino que papá y mamá siguen vivos, que no
tuvieron el accidente y que me los voy a encontrar cuando llegue a casa. Me
imagino que, cuando entro borracho por la puerta, voy a tener una mirada de
mamá, de las suyas, y un esportón de voces de papá. Y, en lugar de eso, me
encuentro contigo. ¿No te parece decepcionante? No necesito sermones, maja.
Necesito ayuda. ¿No crees?
Carla suspiró y se volvió a sentar. Lo hizo muy despacio,
mirando a su hermano desde detrás de sus lágrimas. Le temblaron los labios.
—¿Quieres intentarlo? Si quieres, podemos empezar de nuevo...
—¿Empezar de nuevo?
—Sí, eso digo. Empezar de nuevo. Mandar esta puta ciudad a
la puta mierda, vender este piso para que no nos traiga malos recuerdos y
empezar en cualquier otra parte del mundo, juntos, tú y yo. Estoy harta de
amantes ocasionales, como tú dices. Necesito un hermano.
Pedro sonrió.
—¿Un hermano rico, como yo?
Carla dejó de llorar. Cambió la luz de su cara.
—¿Y para qué necesita una tía que está forrada, como yo, a
un muerto de hambre, como tú?
El día que la guardia civil les dijo que sus padres habían
muerto en el accidente era sábado. Los dos hermanos se reunieron en el piso de
los padres, esperando la llegada de los cadáveres y descubrieron el décimo:
quince millones de euros, doce después de impuestos. Bonita herencia.
Empezaron a alejarse desde el día siguiente del entierro.
Pedro dejó de estudiar y comenzó a beber con amigos y desconocidos. Poco a poco
fue llenando su sangre de ron y de tequila. A Carla, tan atractiva como era, no
le faltaron amores incondicionales y eternos que le duraban unos meses.
Habían intentado olvidar a sus padres, cada uno por separado;
pero mientras huían, se olvidaron de vivir.
—Vámonos, Pedro, a cualquier sitio. A México o a Chinchón,
donde prefieras. No le debemos nada a nadie. Y si vamos juntos —dijo Carla—, si
vamos juntos podremos superar todo esto.
—¿Y dónde voy yo con una hermana que siempre está
regañándome? —dijo el muchacho, con una sonrisa.
—Primero, a algún sitio donde te ayuden a desintoxicarte...
—. A Carla le había cambiado la expresión de la cara.
—Joder, ¡no pierdes comba para meterte conmigo!
Pedro soltó una carcajada.
—Si hay que empezar de nuevo a gustito, prefiero el chinchón.
Carla tuvo que hacer esfuerzos para dejar de reír.
—Nos vamos a México, hermanito. Tenemos dinero y vida
suficiente para empezar una nueva.
Y, entre dientes, se dijo: «¡El chinchón! ¿No te jode, el
chaval?».
© Guillermo Arquillos 19/02/2023
Comentarios
Publicar un comentario