UN DÍA, EN UN TREN

 




UN DÍA, EN UN TREN


Joana quería llegar a su casa cuanto antes, a su sillón. Quería jugar con su bebé y olvidarse de que no tenía dinero para nada, ni siquiera para pagar a la cuidadora o para calmar al casero con parte del alquiler.

¡Un desastre! Algunos días incluso se colaba en el metro o escribía en las servilletas de los bares lo que se le ocurría, porque no tenía ni para comprarse un cuaderno. Su familia, con la que se llevaba mal, había decidido que no la iba a ayudar y ella, desde que se divorció, había ido cayendo en una espiral de decepciones y desengaños hasta llegar a la depresión. En varias ocasiones había pensado en suicidarse...

En los asientos de enfrente viajaban una mujer y su hijo. La madre estaba derrotada y volvían a Londres, como ella, para vivir seguramente en un suburbio lleno de gente poco recomendable. Sobre todo, para un chaval de unos nueve años, despierto, simpático y siempre sonriente.


Cuando la madre se quedó dormida, el niño empezó a jugar con Joana.

—Hola, ¿quieres que te dibuje una pareja de novios?

Ella lo miró. El chaval le recordaba a alguien de su infancia, pero no sabía quién era.

—Vale, ¿por qué no? Si tú quieres... —contestó con una sonrisa. Por fin, por fin sonreía la mujer.

Al cabo del rato le había dibujado algo que se parecía a una pareja. Era evidente que el chaval tendría que trabajar mucho si quería dedicarse a pintar, aunque solo fuera como hobby. 

—¿Te gusta?

—Sí, mucho. La chica te ha salido muy bien —dijo Joana, ocultándole la verdad.

Al fin y al cabo, quienes escriben ficción están acostumbrados a mentir e inventarse las cosas. Es su oficio.

—A mi mamá no le gusta lo que dibujo ni lo que escribo. ¿Sabes? Siempre está enfadada porque no cree en la magia.

Sí, definitivamente le recordaba a alguien. Aquellos ojos, aquella frente, aquel pedazo de cielo que viajaba al lado de la mujer con los ojos cerrados... Joana sabía que lo había visto antes.

—Toma —dijo el niño—. Te regalo mi cuaderno. Ábrelo.

Ella, sonriendo de nuevo, quiso leer aquel secreto cuaderno que el crío había titulado: “El cuaderno de Harry”.

Pasó las páginas. En la cuarta o quinta había escrito: «¿Quieres casarte conmigo? No se lo digas a nadie, pero te quiero para toda la vida. Hasta que sea mayor».

Joana estuvo a punto de soltar una carcajada cuando lo leyó.

Un momento después, mientras se bajaban la madre y el hijo, se acordó: el chaval era idéntico a un amigo suyo de la infancia, Ian Potter, con el que había querido casarse cuando ambos tenían ocho años. No sabía por qué, pero aquello no llegó a cuajar del todo...

El niño le había alegrado el día y le había terminado regalando su cuaderno y su lápiz.

 

Ella abrió el bloc por la primera página en blanco, pensó unos instantes y escribió:

 

«Harry Potter y el misterio de la piedra filosofal, por Joana K. Rowling».

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© Guillermo Arquillos — 04/01/2023

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