OLVIDAR
OLVIDAR
Durante muchos años, mi padre no comunicó a nadie sus
descubrimientos. Un día, cuando yo ya tenía mi propio laboratorio de
investigación, le pregunté que por qué no anunciaba los avances conforme los
iba consiguiendo.
—Mira, hijo, en este mundo estamos rodeados de envidia. Hay
algunos que no están dispuestos a que los colegas hagamos progresar la ciencia
sin ellos mismos apuntarse el tanto. Y creo que entiendo más el cerebro del
hombre que el lenguaje que hay que usar ante una audiencia de sabios que procuran
que tropieces y que te caigas.
—Entonces, ¿cuándo hablarás a la opinión pública?
—Por ahora no, ya sabes. Todavía no es el momento. Ya
llegará, ya llegará... quizá en un par de años. Pero primero tengo que
convencerme de que mi proyecto está suficientemente maduro.
Ese era mi padre: un trabajador constante, un investigador
de las células nerviosas que nunca podría dejar de seguir estudiándolas.
En aquellos años estaba luchando por descubrir nuevos métodos
que evitasen el envejecimiento cerebral asociado a la edad. Así, el pensamiento
podría permanecer joven y no sucumbir ante enfermedades como el alzhéimer o las
demencias seniles.
Siguiendo su ejemplo, yo también soy investigador del
cerebro, sin embargo, no estoy tan especializado como él.
De repente, un día, me llamaron diciendo que papá no se
podía levantar. Acudí a su piso y lo encontré prácticamente paralítico, casi
había perdido el habla y no se acordaba ni de su propio nombre, ni de quién era
yo, ni de quién era él mismo.
No me lo podía creer. El día anterior habíamos comido juntos
y habíamos recordado a mi madre en el aniversario de su muerte. Cuando nos
despedimos, lo vi eufórico, ilusionado. Me había dicho que había descubierto un
nuevo fármaco que, a falta de algunas pruebas, era definitivo para detener totalmente
el envejecimiento del cerebro.
Pedí una baja temporal y dediqué una semana completa a acompañarlo.
Hice que varios colegas colaboraran en el diagnóstico de su enfermedad y el
resultado fue sorprendente: mi padre padecía un repentino envejecimiento del
sistema nervioso debido a una sustancia desconocida, presente en todo su cuerpo,
que bloqueaba casi todas las conexiones nerviosas. Nunca volvería a pensar de
manera coherente y su parálisis era irreversible.
Necesité varios días para aceptar la noticia y para hacerme
a la idea de que mi padre se había convertido en algo parecido a una planta, incapaz
de moverse y razonar.
Entonces, recibí el aviso del decano de la facultad: debía
desalojar el laboratorio de mi padre en el plazo improrrogable de tres días. Cuando
estaba llevándome sus cuadernos de anotaciones y su instrumental, me llamó la
atención que las jaulas de los ratones estuvieran vacías. Me resultó extraño.
Busqué un par de personas para que lo cuidaran en su casa y,
en cuanto terminaba mi trabajo, me ponía a leer las notas que había ido tomado
estos años.
A los tres días, me presenté en el despacho del decano.
—Ya sabe lo que le pasó a mi padre, ¿verdad? —le dije.
—La responsabilidad de lo que está padeciendo es solo suya
—me contestó agriamente—. Ni esta Facultad ni ninguno de sus miembros somos
responsables...
—¡Y una mierda, no son responsables! ¿Cómo que no son
responsables? —Me puse de pie para gritarle.
—Si hemos cortado el presupuesto para ratones de
laboratorio, ha sido porque su padre se ha negado siempre a hacer públicos los
avances de su investigación.
Miré el despacho. Era amplio. En aquel momento tuve ganas de
reventarle la cabeza y hacer que sus sesos resbalaran por aquellas paredes.
Quedarían preciosos.
Ese fue el motivo de que mi padre se quedara como un
vegetal: la envidia. Todos estaban nerviosos ante la posibilidad de que sus
descubrimientos llegaran a hacerlo famoso, incluso de que llegara a optar a un
premio Nobel. Por eso le negaron los ratones, pero mi padre tenía que seguir
investigando. Aquella tarde, luego lo supe, cometió un error al preparar el
cóctel de sustancias que iba a estudiar. Las debía haber inyectado a un ratón
de laboratorio, pero, al no encontrar otro medio para el estudio, decidió poner
el fármaco en su propio cuerpo.
Ese mismo día me avisaron de que había fallecido.
Finalmente, no pudo resistir el ataque de aquellas sustancias y su corazón se
paró de repente.
Desde entonces ya hace doce años y yo he seguido adelante
con su investigación. Después de este tiempo, por fin, puedo anunciar a la opinión
pública que sus hallazgos son una auténtica conquista para la ciencia. Estoy convencido
de que el nombre de mi padre, y el mío propio, se enseñará en las facultades de
medicina de todo el mundo. Él, que olvidó su nombre, verá desde algún lugar, que
su lucha fue todo un éxito.
Definitivamente, mi padre fue un gran hombre. Ojalá yo pueda
algún día tener la dedicación que él tuvo. Siempre estaré orgulloso de ser hijo
suyo.
© Guillermo Arquillos — 30/01/2023
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