CUANDO ESTABA PERDIDO
CUANDO ESTABA PERDIDO
El mensaje era una nube de letras desordenadas, comas y
espacios en blanco. El hombre pensó en un fallo de su reloj, quizá le hubiera
entrado agua salada o lo hubiera golpeado contra el casco, cuando se quedó sin
motor y el viento estaba maltratando su velero. Llegó a creer que iba a
naufragar.
Miró al móvil, vio el mismo texto y empezó a ponerse más y
más nervioso. ¿Cómo podía ser que estuviera allí? Desde antes de que empezase
la tempestad, no había tenido conexión a Internet. ¿Cómo podía haberse subido
al servidor del Calendar?
«Para eso —supuso el hombre— durante el rato que me he
quedado dormido, el viento me ha tenido que acercar a la costa para que este trasto
haya tenido cobertura de Internet. Así que no puedo estar muy lejos de una
torre de telefonía».
Faltaban dos horas para amanecer. No sabía su posición,
porque ni el GPS, ni los sistemas de navegación por satélite le funcionaban. El
barco se había convertido en un trozo de madera muerta con una vela y se
imaginó que se parecía a un ataúd.
El agua estaba oscura.
El cielo, lleno de nubes. Apenas veía más allá de unos pocos metros que podía
iluminar. Se sintió solo. Se dijo que, cuando amaneciera, podría orientarse al
ver la costa. Al fin y al cabo, el teléfono se había conectado con tierra firme.
Su mente se puso a trabajar muy deprisa: «Eso es —se dijo—,
mientras estaba en la tormenta, ha debido de encenderse en móvil. Si tenía el
calendario abierto, se ha escrito esta incoherencia. Pero yo creía que no
estaba tan cerca de tierra...».
Entonces se acordó de que aquellas costas eran peligrosas y estaban
llenas de acantilados. Había muchos peñascos ocultos bajo el agua y cualquiera
de ellos podía atravesar la madera y hundir el barco. Aquella amenaza era tan grave como la de la
tormenta y sintió un escalofrío. Deseó no haber emprendido aquel viaje para
demostrarse a sí mismo que todavía podía navegar solo.
Empezó a sudar. No quería hacerlo, pero iba a tener que
lanzar una bengala para que, si alguien la veía, pudieran venir a por él. Quizá
estaba apareciendo en los radares de salvamento marítimo y, en cuanto vieran
que necesitaba ayuda, acudirían a rescatarlo. O quizá no. En alguna ocasión los
barcos habían acabado contra las piedras. Las rocas, como cuchillas afiladas, estaban
esperando a que lo estrellaran las corrientes.
Y entonces, cuando le temblaban más las manos y le vibraban
muchos músculos sin control, se encendió una luz, en medio de la noche. ¡Sonrió:
era un faro! Sí, tenía que ser el faro de San Juan. Rápidamente, puso rumbo
hacia el Oeste. Era su única esperanza, aunque se adentrase más en el mar. El
viento no ayudaba y tuvo que navegar un buen rato en su contra.
Después del amanecer, cuando el equipo de rescate lo
encontró, les explicó lo que había sufrido aquella noche. Los tres hombres se
quedaron extrañados de que no hubiera naufragado contra algún escollo. Le
dijeron que aquella decisión lo había salvado de un desastre seguro.
—Vi la luz del faro de San Juan y cambié de rumbo, gracias a
Dios. Fue solo un minuto o dos; después, dejé de ver la luz.
Los tres hombres se miraron entre sí, extrañados, en silencio.
Uno de ellos se dio golpecitos con el dedo en la sien, con la boca entreabierta
y levantando las cejas.
—Amigo... No pudo ver el faro de San Juan. Dejó de funcionar
con el terremoto, hace dos meses.
—Pues ya le digo que yo lo vi desde muy lejos. Eso me hizo
dirigirme hacia barlovento. Quizá el farero encontró un modo de encender alguna
luz.
Ellos abrieron los ojos con un asombro todavía mayor. Uno de
ellos le dijo:
—Están intentando arreglar el faro y no pueden porque tienen
que venir no sé qué piezas. Pero nadie pudo ayudarlo, amigo: el farero murió la
tarde del terremoto.
© Guillermo Arquillos —
02/01/2023
¡ Enhorabuena por tu relato!
ResponderEliminarMantiene la atención y sorprende el final
Muchas gracias. Y feliz año, también por aquí...
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