EL ENGAÑO DE JULIÁN
EL ENGAÑO DE JULIÁN
¡Vaya sorpresa! Cuando por fin se fue el profe Julián, su hijo,
Enrique arrugó la frente y se quedó mirando al campo, más allá de la última
casa. La muchacha del jersey amarillo le tuvo que dar una voz para que le
llenara el depósito.
Siguió atendiendo toda la mañana los coches que llegaban, con
la mente puesta en que Julián había faltado a un examen para subir nota y en que
llevaba varios días sin ir por clase. En el instituto había dicho que estaba
malo.
Enrique pensó que su vida era una mierda. El sueldo no le
llegaba, porque todo subía de precio sin parar; estaba harto de Julián, ya con
dieciocho años y siempre discutiendo, y al coche le había fallado una pieza que
costaba una barbaridad y lo había tenido que dejar en el taller de Rogelio. Cuando
se lo arreglaran no iba a tener bastante dinero, así que había tenido que
empeñar el reloj de oro que era de su padre.
«Y, ahora, estábamos pocos y parió la abuela», se dijo Enrique.
Lo veía venir. Se había imaginado que Julián estaba en líos
desde que le desapareció un billete de cincuenta. El chico le juró y le perjuró
que él no tenía nada que ver con aquello, pero Enrique estaba mosca desde
entonces. Ahora ya se imaginaba que estaba con los porros o con algo peor.
Le cambió el turno a su compañero y, a la mañana siguiente, se
fue a dar una vuelta por los sitios por donde solía andar Julián. En los
jardines en los que su gente hacía botellón, no estaba. En el parque pequeño,
tampoco; solo había jubilados paseando a sus perros. En el parque grande, donde
se juntaba a veces con otros amigos, encontró a unos compañeros que se habían
saltado las clases. Le dijeron que llevaban varios días sin verlo, que si
estaba malo. Aquello terminó de mosquear a Enrique. ¿En qué lío se habría
metido si hasta sus colegas no sabían
dónde andaba?
Aprovechó que estaba en aquella parte del pueblo para
acercarse por el taller de Rogelio. Setecientos euros iba a costarle la
reparación y, encima, la pieza tardaba en llegar.
El taller era muy grande y siempre estaba lleno de coches viejos,
algunos dignos de estar en un museo de antiguallas. Rogelio, siempre sonriente,
le volvió a decir que no sabía cuándo podía llegar la maldita pieza, que se
había quedado parada en Alemania por una huelga.
Cuando salía, de pronto, lo vio:
—Julián, ¿qué coño haces tú aquí? —le dijo— ¿Qué haces con
ese mono de trabajo?
El chaval bajó la cabeza.
Rogelio se acercó con una sonrisa. Tenía la voz cascada de
tanto fumar:
—Enrique, tu hijo es un hacha con la mecánica. Se le da de
puta madre.
—Pero ¿quién le ha dado permiso a este imbécil para que esté
aquí contigo? Lo que tiene que hacer es estar en clase y sacarse el curso.
Julián, con la cara roja, miraba fijamente a su padre y no
abría la boca.
—A ver, Enrique, si el chaval está empeñado en aprender… No
me lo tomes a mal, pero yo le he dicho que se venga por aquí. Y aquí lo tienes,
trabajando como el mejor desde hace nueve o diez días. Me dijo que necesitaba
dinero… Es para que estés orgulloso de él.
Y Rogelio se marchó para dejarlos que hablaran tranquilos.
—¿Para qué necesitas tú tanto el dinero? Tú lo que tienes
que hacer es estudiar. Estudiar para tener un buen trabajo el día de mañana y
llegar a ser alguien.
—Yo lo que quiero es ser mecánico y montar un taller como
este.
—Pues ponte a estudiar, leche…
—No, papá, primero hay que sacar de la casa de empeño el
reloj del abuelo. No puedo quedarme de brazos cruzados viendo que no nos llega
el dinero, con lo caro que está todo. Voy a seguir echando horas en el taller hasta
que consiga lo que hace falta. Está decidido —dijo, clavándole la mirada—. Por
cierto, en tu coche he encontrado esto que estaba entre los asientos. Toma.
Enrique levantó las cejas y abrió bien los ojos mirándolo
con sorpresa: su hijo había sacado de un bolsillo el billete de cincuenta que
pensó que le había quitado.
© Guillermo Arquillos — 11/12/2022
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