El brillo del No-Bell

 



El brillo del No-Bell

 

Comunicado de prensa: «La Real Academia Sueca de las Ciencias ha otorgado al profesor Martin Ryle y al profesor Antony Hewish el Premio Nobel de Física de 1974».

Estocolmo, 15 de octubre de 1974.

 

—Denúncialos, Susan, ¡denúncialos! —dijo Lorraine.

Pasó un instante en el que las dos amigas guardaron silencio. Susan tenía los ojos clavados en la pared del fondo. Unos tipos estaban jugando a los dardos, la camarera apagó la tele y alguien puso la canción de moda que cantaba un grupo sueco.

A Susan se le escaparon dos lágrimas; luego miró al techo; después, a su amiga.

«Está sufriendo —pensó Lorraine—. Está sufriendo y Susan no se merece pasarlo así de mal»

—¿Sabes? Tendría que haberlo dicho antes —dijo Susan—. Desde la primera medalla que le dieron a Hewish, han pasado cinco años y yo no he abierto la boca en todo este tiempo. Creo que, ahora, las cosas están bien así, ya no es el momento.

Apretó el puño izquierdo y lo dejó caer al lado de la jarra, sobre la mesa.

—¿No ves que estos cabritos se van a llevar la fama y el dinero que te mereces tú? ¿Sabes la pasta que dan con el Nobel? —Agarró a Susan de las manos, por encima de la mesa. Susan miraba su cerveza—. Por favor, denúncialos, hazlo por ti, por mí y por todas. Tú eres la descubridora, pero los que pasarán a la Historia son ellos.

«Sí —pensó Susan—. Lo cierto es que se llevan el Nobel a mi costa. Hewish, que era entonces mi director de tesis, ni siquiera me creyó cuando le dije lo de la señal de los púlsares. ¡Valiente cretino! Ya es el quinto premio que le dan. Al fin y al cabo, Ryle ha hecho algo, pero Hewish...».

—Los laboristas han ganado la semana pasada, Susan. Ellos te apoyarán. Te están robando el premio porque eres mujer —dijo Lorraine—. Es la ocasión de que lo sepa todo el mundo. Tengo un amigo que trabaja en The Guardian...

—No, no. Lorraine, déjalo, por favor —dijo Susan. Se le quebró un poco la voz por la emoción y trató de que su amiga le soltara las manos.

Lorraine le apretó los puños con más fuerza. La miró, abriendo bien los ojos.

—¿No vas a hacer nada, Susan? ¿De verdad que no vas a hacer nada?

Susan trató de no llorar mientras contestaba a su amiga:

—Cuando descubrí ese tipo de estrellas, yo era una estudiante. Si no llega a ser por Hewish, no hubiera terminado mi tesis.

—Si hubieras sido hombre, tu firma habría sido la primera en el trabajo sobre los púlsares y no la suya. No habría importado que no hubieras acabado todavía la tesis.

Entonces, Susan decidió dejar de pasar aquel mal rato:

—No me merezco el Nobel, Lorraine, no me lo merezco. Si los Nobel se los dieran a estudiantes, se degradarían. Si intentara luchar en la prensa, Hewish acabaría con mi trabajo y mi carrera en la Universidad. Sin su apoyo, yo no podría ser nadie. En la investigación casi todos son hombres, aunque unas pocas podamos hacer alguna cosa...

Solo su amiga oyó las palabras de Susan, pero el bar quedó en silencio y de la calle dejó de llegar el ruido del tráfico. En el equipo de música, pusieron de nuevo el cassette de la canción de ABBA:

«Ahora parece que mi única oportunidad es renunciar a la lucha... Waterloo. Fui derrotada, tú ganaste la guerra…».

 

Nota: Susan Jocelyn Bell nunca ha tenido el reconocimiento que se concedió, hasta en seis ocasiones, a Antony Hewish, incluido el Nobel de Física de 1974. Hewish (y Ryle) brillan con los premios que probablemente se hubieran otorgado a ella, de haber nacido hombre.

A lo largo de la Historia, el oro del Nobel de Física se ha otorgado a cuatro estudiantes.

Los cuatro, hombres.

  

© Guillermo Arquillos — 19/12/2022

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