Apretar un botón

 




Apretar un botón

 

La última vez que vi a mi madre de pie, me regaló una sonrisa triste, un beso breve y me dijo «adiós, hija» en voz baja. Yo me quedé en el pasillo, sin saber qué hacer con las manos, mirando la puerta de su dormitorio y oyendo cómo corría el pestillo desde dentro. Al cabo del rato, empecé a dar golpes desesperados y grité, pero nadie abrió. Yo tenía doce años y, esa tarde, mis tíos me colaron en el hospital para que me despidiera de ella.

Todavía estaba viva, si es que se puede decir eso de alguien que se había tirado desde el sexto piso y tenía el cuerpo destrozado. Mientras nadaba en un lago de tubos y sueros, se olvidó de sonreírme. O quizá es que no pudo.

—Tenemos que salvarla —le dije a mi tío, poco después, en la cafetería.

Su cara hizo una mueca extraña que no consiguió controlar. Nunca la he olvidado. Ahora comprendo que la familia ya había decidido que no merecía la pena que mamá siguiese sufriendo, que ya había tenido bastante con los tres años de cáncer de mi padre, viendo cómo cada día se moría un poco más, pero sin dejar nunca de respirar. Cuando papá ya no estuvo, mamá decidió inmolarse, como si se tratara de una viuda de la India. Mis tíos tuvieron que elegir si prolongar su vida o no. Ese era el porqué de aquella mueca.

Y ahora, ¿qué hará Jaime conmigo? Voy a quedar fatal. Mi existencia ha dado un vuelco cuando he decidido esquivar el coche blanco porque he visto los ojos de la niña que venía en el asiento del copiloto. He dado un volantazo, luego varias vueltas de campana por la ladera, no sabría decir cuantas, y me he estampado contra este árbol. Me ha dolido tanto la espalda, el vientre y la cabeza que he revivido lo que debió sufrir mi madre en aquel hospital oscuro hasta que mis tíos se decidieron. Con rapidez, he apretado el botón rojo para que el coche no llame por su cuenta al servicio de emergencias. Después, he perdido el conocimiento.

No sé cuánto tiempo ha pasado, no sé dónde anda mi iPhone. El reloj del coche no funciona. Tengo el techo del Mercedes aplastado contra la cabeza y unas ramas han atravesado el cristal delantero, como si fueran lanzas, y se han clavado en el asiento del copiloto. En este momento, las endorfinas que está produciendo mi cuerpo apenas me dejan sentir dolor. Tengo que decidirme: si no aprieto el botón rojo, me encontrarán cuando ya sea tarde y me haya desangrado. Cada vez me dolerán menos las heridas. Si lo aprieto, iré al mismo lago que mi madre, un horrible lugar negro lleno de monitores, goteros y tubos.  

Jaime me va a dejar, estoy segura. Está enrollado con su secretaria y, cuando vea que necesito ayuda constante, si es que sobrevivo, se va a largar con la zorra esa  que se pasa todo el día abierta de piernas.  O quizá ponga la misma cara que mi tío: esa extraña mueca con la que me visita en cada sueño moviendo lentamente la cabeza de un lado a otro. En ocasiones, llora por su hermana.

¿Merecerá la pena seguir viviendo, si es que lo consigo, siendo una carga para todos? No sé si apretar el botón y que el coche llame a emergencias. Tengo que decidir rápido si me abandono o voy a seguir luchando, porque quizá la próxima vez que pierda el conocimiento ya no volveré a recobrarlo sin ayuda.

Tengo el pulsador de la llamada al alcance de mi mano. De repente, el cuerpo entero me empieza a doler. No creo que pueda soportarlo. Es horrible. ¿Debo estarme quieta y no apretar el botón?

 

© Guillermo Arquillos — 27/12/2022

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