EN EL PUESTO FRONTERIZO — 850 palabras


 

EN EL PUESTO FRONTERIZO

 

Por el puesto fronterizo pasaba muy poca gente en aquella época del año. Hacía demasiado frío para subir hasta allí, donde la tierra se peleaba con las nubes. Además, el único camino posible atravesaba el pueblo que quedaba abajo y la carretera estaba intransitable con el hielo y los controles. Nadie se arriesgaba a dejar su cadáver en la nieve, quizá con una bala procedente de las grandes fábricas alemanas.

Cuando Nadia y Stephan subieron en el viejo coche, los guardias se quedaron extrañados. Para impedir que siguieran avanzando, uno de los tres que había en el puesto se quedó delante, a unos metros de distancia, mientras los apuntaba con un arma. Estaba serio, muy serio, quizá porque soplaba más viento que otros días o porque hacía más frío de lo habitual.

Los otros dos guardias, que les habían pedido los pasaportes y los salvoconductos, estaban comprobando por teléfono la autenticidad de los documentos.

Nadia miró a su compañero y se mordió el labio inferior. Respiraba por la nariz. Stephan tenía unas gotas de sudor en la frente. El parabrisas estaba levemente empañado.

—Tranquila, nena; ya verás que todo sale bien. No pierdas el control, mantén la calma.

A Nadia le temblaban un poco las manos y se las frotaba. Stephan le hablaba sin dirigirle la mirada, atento al arma del soldado que los vigilaba. Metió entonces la mano en un pequeño compartimento que había debajo del volante y se aseguró de que la pistola estaba justo donde tenía que estar.

Se oyó una especie de estornudo ahogado. Stephan y Nadia se miraron, con los ojos muy abiertos. Él se llevó la mano a la cara y se tapó la boca.

—Si intentamos no hacer ruido, todo esto va a salir bien, ya veréis —dijo, levantando un poco la voz—. Es cuestión de un minuto.

Se oyó una ráfaga de viento helado que bajaba y hacía pequeños remolinos con la nieve. Stephan y el guardia se clavaban los ojos, desdibujados por el vaho del parabrisas.

Cuando salían los guardias de la caseta para devolver los documentos, se oyó un nuevo estornudo, esta vez más fuerte. Los soldados, que venían sonrientes y relajados hacia el coche, se miraron con asombro y montaron sus armas.

Uno de ellos dijo a Stephan:

—¿Está cerrado el maletero con llave?

Stephan movió la cabeza afirmando con un pequeño gesto.

—Désela a mi compañero.

Stephan se la dio, bajando la ventanilla hasta la mitad. El guardia estaba temblando; era un muchacho de unos veinte años que se consideraba afortunado por estar en aquel puesto tranquilo, lejos del frente.

Fue hacia la parte trasera del coche y metió la llave en la cerradura. Nadia se estiró la falda, como si de los centímetros de piernas que mostraba fuera a depender el éxito o fracaso de aquella operación.

Stephan se pasó la mano izquierda por la frente para recogerse el sudor.

El guardia que estaba delante del coche miró a Nadia y se acordó inmediatamente de su mujer, de lo guapa que estaba el día de la boda. Fue el primero en morir. Stephan sacó la pistola de debajo del volante y, sin darle tiempo a reaccionar, le disparó a la frente a través del parabrisas. No tuvo oportunidad.

De dentro del maletero salieron varios disparos atravesando la delgada chapa, que impactaron en el guardia que estaba abriendo la cerradura. Nadia y Stephan se agacharon en el acto para ocultarse.

El guardia que había dado la orden disparaba sin apuntar a través del parabrisas. Unas cuantas balas atravesaron el interior del coche, rompieron el cristal de atrás y terminaron con la vida de su compañero, que ya estaba herido.

Se oyó una especie de rugido que salió del maletero. En el acto le contestó otra voz, también de allí dentro. No hablaban alemán.

El guardia que quedaba vivo pensó que era poco probable que sobreviviera al inesperado ataque y comenzó a disparar sin control, a todos sitios: delante, por si conseguía acabar con Stephan y Nadia y también detrás, a pesar de que tenía poco ángulo. Quería alcanzar a los que se oían en el maletero.

Fue un minuto eterno. Disparo, disparo, disparo, otro más… y, de repente, se quedó sin munición. Tiró el arma, sacó la pistola y, sin ninguna precaución, se acercó hacia la ventanilla del conductor. Sus pasos crujían sobre la nieve. Estaba fuera de sí. Habían muerto sus dos camaradas y la rabia y el miedo le hacían olvidar cualquier precaución.

Stephan fue contando los pasos sobre la nieve. Cuando calculó que el guardia estaba junto a la puerta del coche, antes de que él disparara por la ventanilla, levantó la mano y, sin pensárselo ni apuntar, vació el cargador a través del cristal.

Se oyó cómo el cuerpo del soldado caía sobre la nieve.

Stephan respiró profundamente y dijo, levantando la voz:

—Amigos, hemos tenido una avería en el motor. La ruta turística por las montañas continuará a pie.

Se oyeron carcajadas en el maletero.

Nadia, suspirando con alivio, apretó las manos de su compañero. Tenía lágrimas en los ojos, pero también reía la ocurrencia de Stephan.

 

© Guillermo Arquillos

2022/10/09

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