ELOY Y SOLE
ELOY Y SOLE
A Eloy se le había hecho tarde, por eso se afeitó deprisa. Se
quejó del armario del cuarto de baño y se repitió que tendrían que cambiarlo en
cuanto tuvieran suficiente dinero. Se puso el traje, la corbata roja y los
zapatos elegantes que se había comprado hacía años.
Antes de que llegara Sole, le dio un último vistazo al
salón: estaba todo preparado. Encendió las velas y bajó un poco la persiana. Había
hecho la comida y descargado música en el viejo portátil; había preparado la
mesa, sacando vajilla buena y decorándola con flores de papel, y había un montón
de globos y una pancarta: “Felices veinticinco años”.
Ella llegó un poco más tarde de lo habitual. Al entrar en el
ascensor, tenía cara de cansada. Traía preocupaciones del trabajo y estaba
pensando en cómo iban a apañarse porque la inflación no paraba de crecer y les
habían subido la hipoteca. Si ya les costaba llegar a fin de mes, desde que se
había acabado el paro de Eloy, ahora las cosas se iban a poner mucho peores;
pero, conforme subía, iba haciendo un esfuerzo para sonreír. Al llegar a la
puerta, oyó música en el salón.
«Se ha acordado. Y eso que no se lo había comentado, porque
me había propuesto darle una sorpresa, con lo despistado que es…», se dijo
Sole. La entrada en el piso no pudo ser más especial:
—Eres un payaso, cariño… —dijo sonriendo al verlo con una
rodilla en el suelo, vestido con el traje y con una pequeña caja en la mano.
Eloy tenía luz en los ojos.
—… pero un payaso muy especial, mi payaso —terminó diciéndole.
Habían sido siete u ocho meses ahorrando en pequeñas cosas, privándose
de todo, para que ella no se diera cuenta y pudiera tener el broche de cristal
que tanto le había gustado al verlo en un escaparate. Fue una tarde de paseo y
pipas: nada de sentarse en la terraza de un bar.
Ella también tenía un regalo para él. Igual que su marido, había
ido guardando algo de dinero todos los meses, con la mente puesta en aquel día,
porque hacía veinticinco años que empezaron a salir.
Apagaron los móviles, comieron, cerraron la puerta con llave
y estuvieron bailando un buen rato con la música del ordenador. Luego, pasaron
al dormitorio y se dedicaron el tiempo a ellos mismos, regalándose cada segundo,
como hacía muchos meses que no se lo regalaban.
Eloy se quedó tumbado en la cama y Sole se levantó y fue a
la cocina para beber agua fresca. Se pasó por el salón y aprovechó para
encender el móvil.
Saltó la notificación del WhatsApp e inmediatamente volvieron
sus preocupaciones:
—Malas noticias, Sole —decía un mensaje de su jefe—. Los
socios acaban de decidir que cierran el despacho. Dicen que ya no hay negocio. Mañana
tenemos que verlos, tú y yo, solo para que hablen con nosotros de la situación
en que quedamos; pero ya te lo digo yo: en la puta calle. Tú, yo y todos los que
trabajamos aquí..., ¡a la puta calle!
Sole apagó de nuevo el móvil y se quedó un rato pensativa.
Respiró profundamente. Se fijó en la pancarta, en los globos y en la mesa con
los platos y los restos de la comida. Le dio varias vueltas a su alianza y se
dijo, en voz baja:
—Bueno, chico, eso será mañana y todavía quedan muchas horas
para mañana. Ahora hay que seguir celebrando nuestro aniversario.
Oyó a su marido, que la llamaba desde el dormitorio.
«Ahora», pensó Sole, «tengo algo que sugerirle a Eloy y, si
está de acuerdo, como creo que lo estará, mi proposición será para toda la
noche, hasta quedar rendidos. Al fin y al cabo, esta noche tiene que ser absolutamente
especial».
Y, con una sonrisa, volvió con su marido.
©
Guillermo Arquillos
2022/10/16
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