LA SÉPTIMA MALDICIÓN
Para el tema
“siete”
LA SÉPTIMA
MALDICIÓN
—¡Pobre Raifa!
—dijo Saitu.
—¿Era bonita,
abuelo?
—Era
hermosísima, la más bella de mis mujeres. No sabéis cuánto.
Al anciano se
le saltaban las lágrimas cuando sus nietos le pedían que les contara la muerte
de Raifa. Habían pasado muchas crecidas del gran río y los hombres de todo el
país habían decidido inventar aquella historia para ocultar la humillación que
había tenido el ejército a manos de un grupo de esclavos malnacidos.
«Nosotros, como
dueños y señores de sus vidas, deberíamos haberlos exterminado en vez de enfrentarnos
con ellos y morir. Fue un error de estrategia del Faraón, Horus en la tierra».
—Y, ¿por qué se
fueron los esclavos?
A Saitu, le había
resultado incomprensible.
—Los
primogénitos tenían el privilegio de dormir en las plantas bajas. Vino una
pestilencia del norte, unos efluvios pesados, pegados al suelo. Anubis decidió llevarse
a los que descansaban sobre Gueb, dios de la superficie de la tierra, y murieron
los que dormían abajo. El dios de la muerte se llevó a todos los herederos de
las casas de los nobles, los sacerdotes, los militares, los trabajadores y los simples
siervos de nuestra raza. Incluso los primeros nacidos del ganado también fallecieron.
Los niños agacharon
sus miradas. Preferían oír la grandeza del Faraón y de sus ejércitos dominando a
los pueblos extranjeros, conquistando las llanuras del Mediodía, capturando
cientos de prisioneros para el servicio de las casas o la construcción de los templos.
No querían escuchar que un pueblo de despreciables esclavos no había reconocido
su majestad y lo habían considerado un simple mortal. Era como si de él no dependiera
el sustento del país, porque bendecía el río para que las aguas crecieran y las
cosechas fueran abundantes.
—¿Y la abuela? —preguntó
el nieto.
—Raifa murió el
día de la séptima maldición.
Una
esclava nubia se encargó de rellenar las copas del amo y los niños. Al fin y al
cabo, ya tenían doce años y podían tomar cerveza. Al antiguo sacerdote de
Osiris le escanció la bebida que el dios había inventado: una copa de magnífico
vino del sur. Saitu, en agradecimiento, le acarició brevemente la espalda.
—Hubo
diez maldiciones: sangre, tinieblas, ranas, tábanos… la última que lanzaron
aquellos dos hermanos fue el exterminio de nuestros primogénitos. Pero vuestra
abuela había muerto antes, durante la séptima plaga.
Se
le saltaron las lágrimas.
—Los
sacerdotes conocíamos muchos de los prodigios que utilizaba aquella pareja de malditos
esclavos y los repetíamos al momento. Pero su magia era cada vez más poderosa.
La séptima maldición consistió en que llovió fuego y granizo del cielo y, así,
quedó exterminada toda la vida que no estaba a cubierto. Fue horrible.
Ahora,
también los niños estaban llorando y la esclava nubia, en un rincón, comenzó a
sollozar bajo una antorcha que iluminaba los jeroglíficos y las imágenes de la
pared.
—Raifa
venía con un pequeño séquito del palacio porque al Faraón le agradaba vuestra
abuela; bella, elegante, con un cuerpo perfecto y una mirada infantil que la
hacían más deseable —dijo Saitu.
Pensativo,
se fijó en la niña.
—¿Sabes,
Leti? Tú te pareces a tu abuela. Dentro de poco serás una mujer y quizá agrades
al Faraón para yacer contigo, como lo hizo con Raifa. No puede haber un honor
más grande para una familia que el Faraón decida yacer con la esposa.
—¿Y
llegó a casa, abuelo, o murió por el fuego que llovió? —dijo la nieta.
—Nunca
logró volver. Ella, los porteadores de la litera y el séquito murieron cuando
los golpeó el granizo ardiente.
Mentía.
Saitu guardaba silencio y revivía los gritos de su mujer, en medio de la
tormenta: varios esclavos salieron a su encuentro y los acuchillaron. La sangre
quedó por todo el camino y formó numerosos charcos encarnados.
La
mente de Saitu se había llenado de cólera con las horribles carcajadas de su
esposa. Lo llamó gusano y le dijo que lo abandonaría para ser una de las concubinas
del Faraón. El sacerdote había sido la verdadera séptima plaga para Raifa, ese
era su secreto.
Después,
mandó cortar las lenguas de los esclavos que habían cumplido sus órdenes, para
que no pudieran contar nunca lo que había sucedido. El ansia de sangre de Saitu
quedó colmada aquella tarde. Al fin y al cabo, los dioses yacen con las esposas
de la misma manera que lo hacen los simples mortales.
Su
crimen quedó oculto para siempre por la séptima maldición.
© Guillermo Arquillos
2022/09/05
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