La aldea crece

 

La aldea crece

 

El crío que había llegado esa misma tarde a la aldea estaba tumbado en medio de la plaza, con la cara blanca. Tenía un poco de sangre en las rodillas y a su alrededor había varios abuelos, que estaban alarmados.

—Se ha caído redondo, tío Antonio —dijo uno de los chiquillos.

Los cinco chicos que vivían en la aldea estaban insoportables por la alegría de tener un nuevo amigo. Entraban y salían sin parar del pequeño bar de la plaza.

«Que si ahora pasan tres o cuatro a esconderse, que si se meten en el servicio, que si “un vaso de agua, por favor”; el caso es dar por saco…» —pensaba el dueño del bar, el tío Antonio.

De repente, las risas se habían callado; y él, que se sentía alcalde pedáneo, salió a ver qué pasaba:

—¡Trae azúcar, Andrés! Entra cagando leches a la tasca y me traes dos o tres sobres de detrás de la barra ¡Este crío tiene una bajada de azúcar! — le gritó a uno de los chavales.

Estuvo un rato agachado, dándole palmaditas en la cara, mientras alguien se puso a abanicar con lo primero que pilló.

—A lo peor es diabético y sus padres, sin decirnos nada, se han ido al Ayuntamiento a firmar los papeles de la casa —dijo el tío Antonio.

En cuanto el niño se recuperó, lo bajó al ambulatorio del pueblo.

 

Cuando salían del médico, se encontraron con Nicasio, uno de los policías municipales. Ya habían ido a avisar a los padres.

«¡Mal asunto! Como sepan en el Ayuntamiento que los padres han dejado al crío y se han bajado al pueblo, son capaces de negarles la casa» —se dijo el tío Antonio.

—¿Y lo han dejado solo en la plaza? —preguntó Nicasio.

—¡Qué va! ¡Ni mucho menos…! Me han pedido a mí que le echara un ojo desde la barra porque estando allí veo toda la plaza.

Varios vecinos miraban para poder contar luego las cosas a su manera.

—¿Y no han dejado dicho que le puede dar una bajada de azúcar?

—¡Pues claro que sí…! Nos han pedido que cuidásemos del chaval, por si le daba una.

El tío Antonio no le había mentido nunca a un policía municipal, pero aquel era un caso de vida o muerte. Si les terminaban negando a los recién llegados la cesión de la casita, aunque vinieran las otras familias, no iba a haber bastantes críos para que se reabriera la escuela unitaria. Todas las mañanas, el minibús escolar recogía a los chiquillos y solo dejaba silencio. Además, que no era lo mismo una aldea con gente joven, que unas casas con unos cuantos viejos. Se necesitaban sonrisas.

El tío Antonio empezó a sudar; el chiquillo miraba de un lado a otro, a cualquier parte menos a la cara del municipal.

—¡Claro que sí, Nicasio! Han hablado conmigo y me han pedido que no le quitara el ojo de encima —dijo el tío Antonio—. Venga, chaval, enséñale a este policía lo que te han dejado tus padres, anda.

El chiquillo, a punto de echarse a llorar, muy despacio, se rebuscó en los bolsillos del pantalón de deporte. Abrió bien los ojos cuando encontró un sobre de azúcar y lo sacó para que lo viera el municipal. Miró al tío Antonio y sonrió.

—Vale, vale —dijo Nicasio—. Ya veo que todo está controlado.

Con el gesto un poco extrañado, acarició la cabeza del crío:

—¡Cuídate, chaval! Que no queremos sustos ni en el pueblo ni en la aldea. Voy a ver si veo a tus padres y los saludo.

Por suerte, los padres fueron listos y no metieron la pata cuando hablaron con él. De todas formas, el tío Antonio se enfadó con ellos, porque no lo habían advertido.

Pronto vendrían las otras parejas. La idea de que el Ayuntamiento les cediera la vivienda mientras se quedaran a vivir allí, fue del tío Antonio, cómo no. Y también fue suya la idea de poner el sobre de azúcar en el bolsillo del niño. Por lo que pudiera pasar.

 

© Guillermo Arquillos

2022/09/29

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