Jimeno, en Argel
Para el tema “dolor físico”
Jimeno, en Argel
Decían que lo peor que les podía
pasar a los hombres era que los condenaran a galeras; que el sufrimiento, cuando
los amarraban a un remo para seguir el ritmo impuesto y para ser golpeados por
los marineros, era insufrible. Y así continuaban hasta la muerte o hasta que los
arrojaban al agua, cuando estaban demasiado débiles.
Por eso, Jimeno respiró, aliviado,
cuando lo compraron para la casa de un funcionario en el mismo Argel, al pensar
que tenía mucha suerte porque se había librado de morir en galeras. ¡Qué
equivocado estaba!
Jimeno nació en un pueblo de la
costa de Málaga. Su torre, bien construida, era suficiente para avisar a todos cuando
los berberiscos se acercaban a la playa. Si alertaban de un solo barco, se
apresuraban a defenderse, cosa que solían lograr; pero, si eran varias las naves
que se aproximaban, debían abandonarlo todo, correr hacia el interior y dejar
que los piratas saquearan sus casas y sus bienes.
Sin embargo, los berberiscos mejoraron
su táctica. Primero se acercó a la costa una sola nave con unos pocos tripulantes,
la mayoría cautivos cristianos renegados. Luego, cuando la gente de la
población estaba luchando contra esos pocos, apareció el resto de la flotilla y
terminó imponiéndose a los defensores.
Así capturaron a Jimeno, un maldito
día, muy de mañana. Hacía casi cinco años que estaba en Argel, sirviendo como
esclavo en casa de quien lo compró en el mercado, porque esperaba poder obtener
un buen precio por su rescate, ya que, al mirarle las manos, las tenía cuidadas
y blancas, signo de que pertenecía a una buena familia, a la que se exigió una
fuerte suma de dinero.
Mientras en su casa reunían el
oro, el joven obtuvo la confianza total de este amo y, aprovechándose de las
libertades que le dio, intentó huir, como otros hicieron antes.
Tras dos días fugado, unos
soldados lo encontraron, casi exhausto, desorientado y a punto de morir. Las
autoridades sentenciaron que le aplicaran la tortura de los bastonazos y lo
devolvieran a su dueño, si es que lograba sobrevivir.
Allí estaba él, boca abajo, encadenado
y amarrado por los tobillos a un palo, de modo que las plantas de sus pies quedaban
levantadas, esperando a que le dieran latigazos y lo golpearan con un bastón entre
los talones y los dedos. El dolor, decían, era horrible. No solo se sentía en
las plantas de los pies, sino que subía por los tobillos, las piernas y la
espalda y en cada latigazo parecía que iba a explotar la cabeza. Contaban que hubo
hombres que, en lugar de morir por el tormento de los bastonazos, llegaron a enloquecer
de dolor.
Se acercaron. Iba a comenzar el suplicio.
© Guillermo Arquillos
2022/09/18
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