El fuego de la deuda (Relato con condiciones)

 

El fuego de la deuda

—Ha muerto el señorito, Salomé, no te imaginas el disgusto que traigo —dijo Martín—.  Está colgado del cerezo grande. Don Matías ya ha llamado a la guardia civil y ha venido una ambulancia.

Dejó la escopeta en la alacena y se sentó en una silla, con la vista como perdida.

Salomé lo miró intentando leer en su mente:

—¿Ahorcado? ¿Y a santo de qué se ha quitado la vida? Además, con el hijo de Don Matías en la casa…

Él levantó las cejas e hizo un gesto con la boca.

—Y yo, ¿qué coño sé, mujer? —dijo Martín—. Me lo preguntas como si yo tuviera estuviera enterado de la vida de ese hombre…

Cuando se supo en el pueblo, ese mismo día, nadie lo podía creer. Don Andrés era un señor mayor, viudo y jubilado, que venía a la finca con amigos varias veces al año. Cazaban, pescaban, bebían y jugaban a las cartas. Aquellos días a Salomé y a Martín les tocaba mucho trabajo, por eso estaban deseando que se fueran cuanto antes y los dejaran en paz. Por una vez, solo había traído a Don Matías y su familia.

El matrimonio de guardeses vivía bien porque Don Andrés no era un tacaño. Además, tenían sus animales, su pequeño huerto y usaban la furgoneta de la finca para ir al pueblo siempre que querían. Los domingos, no; los domingos se quedaban en casa porque les gustaba ver lo que ponían en la tele.

Martín envidiaba a los señoritos. A veces, cuando volvía muy temprano de pescar, todavía estaban los hombres jugando a las cartas. Las mujeres y los críos se levantaban más tarde; pero los amigos, borrachos, seguían apostando y contando chistes verdes.

 

 

Cuando se marchó la guardia civil y se llevaron el cuerpo para hacer la autopsia, Martín subió a ver a Don Matías.

—Tengo que hablar con usted —le dijo—. Es mejor que no nos oigan.

La cara de Martín era suficientemente seria para que Matías se pusiera tenso. Lo acompañó al despacho de Don Andrés.

—Lo he visto, Don Matías. Todo. Sé lo que ha pasado.

Matías se quedó mirándolo en silencio. Apretó los labios con rabia.

—Yo me puedo callar… —dijo Martín.

Transcurrieron unos segundos y terminó la frase:

—… pero mi silencio tiene precio.

Matías pensó que aquel día todo le estaba saliendo mal. Primero, la mala suerte jugando a las cartas con Don Andrés: la deuda le quemaba demasiado y tuvo que aprovechar que estaba borracho; luego, el trabajo que le costó subirlo al cerezo. Ahora, el chantaje de aquel imbécil.

—Bueno, bueno —dijo Don Matías, condescendiente—. Andrés tenía suficiente dinero como para que te lleves un buen pellizco si tienes la boca cerrada.

Detrás de Martín se escuchó la voz de Salomé.

—Matías, no le des ni un duro. Este no abre la boca, te lo digo yo.

La mujer apuntaba a su marido con la escopeta de caza.

—¡Salomé! ¿Qué es lo que haces? ¿Te has vuelto loca? —dijo Martín.

Ella se rio:

—No entiendo cómo pasas por las puertas sin agachar la cabeza.

A Don Matías se le escapó una carcajada.

—No te pongas dramática, mujer. Martín es muy comprensivo, ¿verdad? —dijo Matías, con sorna.

Martín miró al suelo con los puños apretados y los ojos llorosos. Comprendió: había subido a pisotear a un señorito y ahora el humillado era él. Tenía que agachar la cabeza.

Don Matías no encontraba lo que necesitaba: quería abrir el armario donde Don Andrés guardaba el dinero. Finalmente, sonrió: tras mucho buscar y renegar, encontró la llave en su bolsillo.

 

 

© Guillermo Arquillos

2022/09/08

 

Los condicionantes de este relato eran:

 

El título, la primera frase (diálogo), la última frase, el cerezo, incluir las palabras “los domingos se quedaban en casa” y, como máximo, 600 palabras.

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