El corazón del invierno

 


El corazón del invierno

 

A Marta no le quedan más lágrimas. Se recoge el pelo en un moño y va al patio de atrás, a traer más leña.

«Tengo que decirle a Laureano que tiene que cortar más. Con el frío que hace, la chimenea está acabando con el montón que teníamos antes de que empezara el mal tiempo», piensa.

Sigue nevando. Hoy no cae tanta nieve como ayer, ni como anteayer, «¡que vaya días que llevamos…!».

Cuando Laureano no se puede mover de la casa, parece un animal enjaulado. Va del salón al dormitorio, se pone la ropa de trabajo, luego se la quita, enchufa la tele, se aburre y la apaga, sale a la leñera y vuelve sin nada, de aquí para allá, de allá para acá…, sin ir a ninguna parte. Laureano tiene las manos muy grandes y los surcos de su cara son muy profundos. Son las arrugas de los años, del frío y del dolor que le causó Marta cuando se lo contó, al volver del pueblo. «Ya decía yo que bajabas demasiado por allí», fue todo cuanto le reprochó. Y ya no han vuelto a hablar del tema; desde entonces, el marido duerme dándole la espalda a su esposa.

Ahora que, con tanta nieve, es tan difícil andar por los caminos, los tres están casi siempre en la casa. Adela, la hija, ni siquiera va a clase porque el autobús no puede subir a recogerla. Desde que nació, en medio de una nevada, ha sido muy guapa, con su pelo largo y rubio, sus pecas y su sonrisa permanente.

Marta no sabe para qué le hacen falta a Adela tantos años en el cole. Ella, que casi nunca ha leído nada, lo único que necesita es un sitio para vivir, aunque sea pequeño, comer todos los días y un hombre que traiga dinero a casa. A veces, también echa en falta bajar al pueblo para estar con su amiga; pero tampoco es esencial y, desde que se lo contó a Laureano, no ha vuelto a verla. A su marido se le secaron las palabras y ella empezó a llorar todos los días.

Como hoy está nevando un poco menos, Laureano ha podido salir a cazar. Cuando vuelve, trae un par de liebres, las deja sobre la mesa de la cocina y, sin decir ni una palabra, va a lavarse al baño. Ya le ha dicho a Marta que estas Navidades no quiere ninguna decoración, que ellos no tienen nada que celebrar. Y Marta y Adela, que lo sabe todo a sus dieciséis años, han agachado la cabeza y se han quedado en silencio.

Avanzarán los días y el veintidós, Laureano romperá con enfado sus cuatro décimos. Entonces, se fijará en su hija. Sonreirá. Mirará a su mujer con ojos tristes. Luego volverá a mirar a su hija, que entrará en su cuarto.

Y volverá a sonreír.

El invierno habrá llegado a su corazón.

 

© Guillermo Arquillos

2022/09/22


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